El majestuoso río Inírida se encuentra hoy batallando contra la degradación generada por la minería de oro de aluvión, y las descargas de químicos contaminantes derivados del procesamiento de hoja de coca, mientras que los grupos armados ‘multipropósito’ van sumando recursos financieros de gran volumen para consolidar feudos. En paralelo, centenares de turistas llegan a recorrer su cuenca baja, atraídos por la majestuosidad de sus cerros, incluido el mítico Mavecure, los raudales, los caños de pesca y senderos de observación de aves, la cerámica, la gastronomía y la cultura material de los pueblos indígenas, que generan un maravilloso escenario de economía lícita basada en la oferta de naturaleza y cultura.
El contexto es complejo, y cada vez es más apremiante buscar salidas innovadoras a los impactos ambientales, sociales y políticos que está dejando esta operación minera de gran escala no sólo en el Inírida, sino en la casi totalidad del país periférico desde el Orinoco hasta el Chocó. Revisando esta semana los datos del Comité Departamental de Lucha contra la Minería Ilegal del Guainía, es tremendamente preocupante observar los niveles de contaminación por mercurio en la población local, principalmente de zonas rurales, donde hay evidencia de los niveles crecientes, sostenidos y exponenciales de incidencia de ese elemento por encima de los niveles máximos de referencia definidos por la OMS en humanos. Más del 90 por ciento de las muestras analizadas superan ampliamente este umbral para el caso del Guainía, pero también se han reportado niveles similares en muestreos desarrollados en Puerto Sábalo (Caquetá), La Pedrera (Amazonas) y el río Apaporis (Vaupés y Amazonas), donde ya se empiezan a reportar también malformaciones genéticas por encima del nivel asociado a rasgos hereditarios. Después de tantos años de estar reportando la desgracia de estos pueblos que siguen sufriendo la adicción de occidente al “dorado maldito”, se me acentúa la percepción de que no hay interés de la nación en atender este doloroso impacto sobre los más vulnerables de esta sintomatología imparable de la crisis económica mundial.
Cierto, en esta semana la onza de oro pasó la barrera de los 4.000 dólares, un precio inimaginable hace tan solo un par de años, y sigue en alza. Se duplicó en los últimos dos años y en los ocho meses de la administración Trump ha subido casi un 25 por ciento, lo mismo que la presencia china en grandes minas (algunos informes dicen que ese país invirtió más de 10.000 millones de dólares en 2024) y una larga fila de australianos, sudafricanos, estadounidenses, árabes y otros más pujando por su veta.
En Puerto Inírida, Iquitos, Manaos o Leticia, un gramo de oro puede costar 500.000 pesos, es decir un kilo en 500 millones; una draga de gran tamaño o ‘dragón’, puede producir 3 kilos de oro al mes y, para que se den una idea, en 2024 se llegaron a encontrar más de 60 dragas operando en el río Puré, que no están muy lejos de las decenas que vi esta semana en el Inírida, y que se pueden seguir contando en centenares de kilómetros de ríos amazónicos, tanto colombianos como fronterizos.
El chorro de plata que se mueve es enorme y, claro, los pueblos están viviendo su bonanza, amenizada con música norteña, ‘lamparazos’, mototaxis, clínicas estéticas, mucha estación de gasolina, tiendas de compraventa, fundidoras, joyerías, construcciones, hoteles, y por supuesto, campañas con muchos candidatos haciendo promesas. La gente en los pueblos está feliz, y con razón, a pesar de la tembladera de las manos de algunos. Ese es el dilema: cómo dotar de economías legales y pujantes estos territorios olvidados por el ‘colombocentrismo’ que jodió este país.
Los impactos sobre el agua, la fauna, los suelos, los territorios indígenas, los parques nacionales, la reserva forestal, los pueblos en aislamiento voluntario, los campesinos y pescadores y los consumidores de pescado en zonas urbanas, entre otras cosas, parecieran un mal menor para quienes están decididos a ‘raspar’ estos depósitos auríferos sin consideración alguna. Tampoco pareciera existir alguna política o estrategia para impulsar tecnologías limpias, procesos de formalización y zonificación productiva en las áreas donde podría darse esa actividad como alternativa económica, y particularmente la inclusión de las poblaciones vulnerables que hacen el trabajo ‘sucio’ de la minería como única alternativa económica viable para sus condiciones. No hay regalías, y la mayor parte de esos capitales se van a otras regiones, muchas veces a ‘paisalandia’, donde se da el blanqueo del oro con triquiñuelas conocidas que incluyen impunidad de cuello blanco.
Hoy, esa minería alimenta la guerra y por ello los grupos ilegales tienen un motor financiero tan poderoso, sobre el cual desarrollan actividades inclusive en los países vecinos de manera masiva. Allí, algunos quieren legalizar la actividad en la totalidad del territorio, sin ninguna restricción, para ‘dinamizar la economía’; otros, sencillamente, acaban con la institucionalidad ambiental que solo ‘obstaculiza el desarrollo’, y otros amenazan y desplazan funcionarios para repetir la historia de los piratas del siglo XVI que, con invasores de peluquín, financiaban las guerras de Europa desde el nuevo mundo, como hoy.
Ojalá que en estos tiempos tormentosos que cada día arrecian más podamos encontrar salidas a esta encrucijada. Que logremos, en escenarios como la COP 30, algún acuerdo, decente, para avanzar en la trazabilidad del oro y terminar esta hipócrita relación de quejarse por la invasión de narcóticos mientras siguen comprando arrobas de oro ensangrentado. Y aquí revisar donde sí, y donde no, al tiempo que apoyar el acceso de miles de personas que hoy prefieren condiciones infrahumanas de trabajo con tal de ganar los pesos que no se logran en la legalidad. Mientras tanto, hay que fortalecer el crecimiento del turismo de naturaleza en zonas que pueden ser jalonadoras regionales y que aún mantienen las tendencias de la última década de crecimiento de visitantes internacionales y locales, como es el caso de Inírida, Leticia o San José, pues son un rayito de luz en medio de la tormenta, como lo demuestran los cientos de indígenas, campesinos y gente en los pueblos que nos prueban que sí es posible. Soñar no cuesta nada y volverlo realidad es decisión de cada uno.

