El Magdalena Medio contiene tantas riquezas como conflictos socioambientales. Apenas me asomé por un ladito de la Serranía de San Lucas y el panorama genera ansiedad.
Cuando se observa el horizonte, al norte de Barranca, se ve la enorme planicie del río Magdalena, llena de ciénagas y humedales, producto de la movilidad de un río meándrico y su condición geológica y geomorfológica. Esa llanura se está transformando en una producción agrícola de gran tamaño e inversión, en su mayoría de palma aceitera, alimentada por suelos con gran fertilidad. Es una fuerza económica legal que se ha desarrollado y vinculado a grandes grupos de población, en medio de las presiones de otras actividades ilegales más rentables, que sin duda atraen población vulnerable. Sin embargo, este crecimiento de cultivos pareciera no tener incorporados criterios de sostenibilidad ambiental, pues palmares viejos y nuevos llegan hasta el barranco del río Magdalena, y otros, inclusive en humedales y pequeñas ciénagas, que están siendo sembradas, drenadas y transformadas definitivamente. ¿Dónde está la planificación predial de estas grandes plantaciones? ¿Quién hace seguimiento al cumplimiento de la normatividad sobre las restricciones del uso del suelo? ¿Cuáles son tierras públicas y cuáles son las tituladas?
Enormes zonas se están transformando y el paisaje indica claramente su susceptibilidad a las variaciones climáticas, y en especial a las condiciones de inundabilidad. Dado que cada vez hay más pérdida de bosques en las orillas del gran río, hay más susceptibilidad a la erosión y por ende a la pérdida de los diques naturales de las orillas, dejando abierto el camino para que el río haga nuevas curvas de desborde e inundación y después, el país debe invertir en millonarios “jarillones”, para mantener secos cultivos y ganado en zonas naturalmente inundables.
Con el drenaje y transformación de caños, ciénagas, meandros, humedales, la capacidad de regulación de la llanura inundable, se reduce poderosamente, ante lo cual, además del aporte de esa agricultura intensiva, también lo hace la ganadería, que incluye el poderoso efecto de los búfalos, especie vecina del hipopótamo invasor, que arrasa con estos ecosistemas. Viendo la distribución de la ganadería en la región, encuentro que en 13 municipios alrededor de San Lucas, hay un hato bovino de más de 3 millones de cabezas; infortunadamente, este volumen de hato, no se refleja necesariamente en un manejo ambiental aceptable, o en una contribución significativa al mejoramiento de condiciones económicas de población vulnerable.
Porque para acabar de cerrar este panorama, desde las dos vertientes de la serranía de San Lucas, la minería ilegal de oro, está vertiendo miles de toneladas de sedimentos sobre el cuerpo de agua de la llanura inundable del Magdalena y Cauca, así como de Mercurio, que llenan la gran planicie del Caribe, afectada por inundaciones cada vez más largas y frecuentes. El control de los yacimientos de oro coincide con la reciente entrada masiva de maquinaria amarilla al territorio, que en su zona plana se observa como un campo lunar lleno de cráteres y aguas cianóticas. Algunas imágenes de zonas mineras degradadas que pasan sobre cultivos de palma, insinúan el tremendo conflicto que debe estar pasando en terreno. Más de 250.000 hectáreas de títulos mineros indican la potencialidad aurífera de la serranía, que infortunadamente, no han representado tampoco, condiciones de bienestar para la población campesina vulnerable, que más allá de constituirse en pequeñas asociaciones mineras, se ven seriamente amenazadas por la confrontación y despojo que avanza galopante. Reviso los datos de necesidades básicas insatisfechas, y en el mejor de los casos el 50 por ciento de la población está bajo esta condición, siendo el promedio del sur de Bolívar un 60 por ciento.
Entonces, ¿Cómo es que un territorio, con petróleo, agricultura, ganadería, minería, una población rural de baja densidad (menos de 300.000 habitantes en más de medio millón de hectáreas), presenta esta condición de pobreza social y degradación ambiental?
La Serranía de San Lucas es el último gran ecosistema de bosques transicionales secos, premontanos y montanos húmedos, ubicados en la confluencia de las cordilleras Central y Oriental con la planicie de Caribe al norte, y el Magdalena Medio, al sur. Tiene una condición orográfica que permite la retención de humedad y la generación de abundantes afluentes de los cuales se nutren de agua numerosas poblaciones. Sus más de 400.000 hectáreas de bosques son una pieza vital en la conectividad ecosistémica, entre el Catatumbo, Perijá, Paramillo y Katíos, donde el corredor del Jaguar es una muestra de su funcionalidad en medio de la crisis, como también, un corredor transnacional de ilegalidad entre Panamá y el Golfo de Maracaibo. Pero, toda esta belleza, se está desmoronando, a pasos agigantados.
Hoy, mesas interministeriales, trabajan de manera intensa, por acompañar los llamados de comunidades locales, que aún, en medio de la guerra, reivindican la posibilidad de avanzar en la creación del Distrito Agroambiental y Minero de San Lucas. Algunos, recuerdan la “línea amarilla” que se concertó desde hace años, como principio de acuerdo para combinar actividades de conservación y desarrollo minero de pequeña escala y actividades agropecuarias. Pero todo ello es imposible si no tenemos un mínimo de seguridad para la población, en medio de un escenario donde todos los grupos armados del país hacen presencia, algunos con más o con menos voluntad de diálogo, pero todos, decididos a disputar su riqueza. Paz con la Naturaleza, reto monumental de todos, para crear paz territorial.