Hace 40 años caminaba entre La Macarena y el Caño Morrocoy, cuando todavía había una selva densa y hermosa entre esas sabanas que separaban el corredor a la Tunia. Jamás pensé el cambio tan profundo que tendría esta región; sin embargo, esta semana, la oportunidad de hablar con un grupo de mujeres colono campesinas de lejanas tierras en medio de la colonización y la guerra, quienes recordaban también cómo era esa región cuando llegaron, con la abundancia de recursos y, en muchos casos, la forma en que se desperdició esa gran oferta de biodiversidad que allí existió. Al escucharlas, oí que se preguntaban qué deben hacer para evitar esta tendencia a continuar la degradación de sus suelos, y a tener cada vez más dificultades para acceder a agua potable para sus familias y sus animales y no permitir que nuevas enfermedades sigan apareciendo en mitad de los extremos climáticos. Y qué hacer para no tener que vender su pedazo de finca y volver a abrir un frente de colonización o, en el peor de los casos, irse a un pueblo a vender confetis mientras le vejez rural se las lleva.
Son mujeres que han vivido la guerra, el auge del narcotráfico, la pérdida de sus seres queridos, la estigmatización. Que han construido su tierra con sus manos, pero, sin embargo, están pensando en el futuro, en el largo plazo. Esta reflexión las lleva a pensar en un cambio de modelo de uso del suelo, donde han empezado por buscar la protección de los ‘nacederos’ de agua, por darle sombrío a sus animales, por tener bancos de madera en sus rastrojos, y buscar entre la poca selva que les queda formas de uso que les permita diversificar su economía, así como crear bancos de alimentos, viveros forestales comunitarios y de plantas terapéuticas, y empezar a transitar a la energía renovable en sus predios. Aún más bello, describen con detalle la magia del amanecer o atardecer en esos predios donde sueñan con que otros puedan compartir este sentimiento contemplativo.
Me sorprende el auge y sensibilidad con que han acogido la práctica de la meliponicultura, o cría de abejas nativas sin aguijón, pues luego de aprender ahora están a la ‘cacería’ de cada árbol caído, o rama vieja, donde hay todo un universo de melíponas, que, con una miel rica en propiedades medicinales y nutricionales, es hoy parte de una nueva forma de relacionarse con el bosque. Hablan con tristeza de los potreros degradados, pero también señalan como la leche y el queso han sido su fuente primaria de ingresos en los momentos más difíciles, como en la pandemia, por lo cual siempre hay dosis infinita de realidad en su análisis y decisión. Sorprende y maravilla aún más esas nuevas generaciones de mujeres rurales que están estudiando carreras donde el componente ambiental y productivo son su énfasis, y regresan a su territorio a darlo todo y buscar permanencia de largo plazo. Esa combinación de experiencias, formación, liderazgo, visión ambiental y productiva ponderada, crea una poderosa masa crítica local, con la cual es posible pensar en que el sueño de la sostenibilidad es posible plantearlo con una visión intergeneracional. Son conscientes y pragmáticas de la necesidad de construir con la institucionalidad, así ésta deba ser transformada, para desatar ese nudo de la conflictividad política y armada en medio de las necesidades cotidianas de los no combatientes.
Al otro lado de la mesa de reunión está mi equipo de trabajo, donde es visible la poderosa coalición de experiencias y saberes de mujeres que vienen de diferentes partes del país, y otras, salidas de estas mismas trochas, ríos y rebalses. Mujeres con pieles de todos los colores, que he visto trochando, y otras en el rio, otras en moto llegando a la punta de colonización, en mula o caballo por la montaña, que con una camiseta y las ganas de hacer un planeta vivible se la juegan toda. También están las que, habiendo construido un tremendo camino en lo académico, lo público, lo social, decidieron apostarle por hacer país, por construir Estado desde nuestro granito de arena ambiental. No las paran los ruidos de sables, de minas, de emboscadas, de miradas rencorosas, o de peticiones innombrables; están decididas y así hemos construido con ellas y sus comunidades.
A mediados de la década de 1990 conocí a Ay, una indígena huitoto de las que había decidido enmontarse por temor a los caucheros y la cultura ‘blanca’, y se había subido con parte de su clan a las cabeceras de unos caños tributarios del Mesay, en Chiribiquete. Al terminar la guerra con el Perú, los caucheros colombianos fueron a buscar estos grupos, para que ‘trabajaran’ con ellos en Araracuara, donde había quedado parte de la familia Zumaeta, que eran capataces de los caucheros peruanos que decidieron mestizarse con indígenas locales y desarrollar un emporio económico. Ay, hermosa y sin doblegarse, nunca quiso hablar en castellano (‘español’), y a pesar de dos hijos que concibió con sus captores, se negó a “hacer parte de la cultura blanca”, y vivió muchos años en su pedazo de monte en el chorro del Quinché. Fui recibido por ella y sus hijos en su casa, donde viví varios meses, y un dia, comiendo caldo de tortuguillo, me dijo: “gente mía allá en monte todavía”. Treinta años después me encontré su gente en una maloca escondida en el bosque, botando un humito desde adentro que me llenó el corazón y la certidumbre por el camino elegido.
Me gusta encontrar motivos para seguir luchando por un planeta que resiste a los embates de una carrera por el poder económico y militar, y donde los grandes ególatras del planeta se burlan abiertamente de los esfuerzos por invertir en los derechos del ambiente, las comunidades y la inclusión. Uno de esos motivos son las mujeres colono campesinas, indígenas y trabajadoras por el ambiente, que década tras década siguen dando motivos para creer que es posible un país y un mundo mejor.