Recientemente salieron a la luz pública unas cifras sobre el crecimiento incontrolado de nuevas trochas que rompen selva, a la par del avance de la colonización armada, ganadera y cocalera. Como lo hemos señalado varias veces, el impulso de la deforestación está marcando también la pérdida de gobernabilidad, en la medida en que la institucionalidad no está en capacidad de tener una presencia y gestión permanente, en medio de las amenazas y coerción de los grupos armados ilegales. Estas vías están siendo abiertas y operadas en muchos casos por los grupos armados, que vinculan poblaciones locales en su construcción, mantenimiento y defensa (en caso de que alguna institución pretenda intervenirlas), lo cual hace aún más complejo el panorama pues ha sido evidente que, en los últimos años, no hay un solo caso exitoso de cierre vial o recuperación de bosque en zonas deforestadas como consecuencia de esas trochas, ni mucho menos, de ubicar poblaciones en las zonas donde las trochas van marcando el horizonte de ocupación territorial.
El país está ante la paupérrima capacidad de ejecución del Estado colombiano para resolver los temas de accesibilidad en poblaciones rurales, particularmente en zonas de la frontera agropecuaria, donde los municipios son pobres, las gobernaciones igual, el Invias poco llega y pare de contar, pues las carreteras nacionales o de concesiones no se proyectan para estas áreas y tipos de población, a pesar de que es urgente la creación y reglamentación de las ‘vías forestales’ para esta actividad económica en la reserva nacional. Con este panorama, los grupos armados han aprovechado este bizcocho, y han reemplazado al Estado con gran efectividad y, disponiendo de maquinaria, topógrafos, operarios y recursos, pero principalmente, un plan de ocupación y expansión territorial. Centenares de kilómetros se hacen cada mes, con trazados lineales generalmente, denotando el uso de cartografías detalladas y equipos de precisión, que igualmente señalan por su dirección cuáles son los territorios que ya han establecido para realizar la ocupación posterior.
Cientos de nuevas fincas se van abriendo a lado y lado y empiezan a aparecer las casas, corrales, cocales o ‘llegando a la mina’ y demás parafernalia del nuevo modelo, donde cientos de familias pueden disponer de tierra, infraestructura y oportunidad económica (así sea con modelo mixto entre legal e ilegal), cosa que el Estado colombiano no ha sido capaz de hacer nunca. El modelo de colonización, bien diseñado, tiene como eje los trazados viales sobre los cuales se va desprendiendo todo el andamiaje de transformación del suelo. Detrás van apareciendo nuevas propuestas de creación de veredas, con sus respectivas juntas, así como las solicitudes de asistencia institucional para el desarrollo de la ganadería, empezando por la creación de jagüeyes con maquinaria oficial, la vacunación de ganado con platas del erario público, como también ha ocurrido con los planes de sustitución de cultivos ilícitos, implementados en el lugar de los cocales sin la evaluación del ordenamiento de uso y propiedad (en muchos resguardos se ha terminado implementando sustitución con familias que han invadido las tierras de comunidades étnicas). Y así, poco a poco, se cambia el estatus legal de uso del suelo con el estímulo de la inversión estatal y la cobertura legal de la “confianza legitima” que dan las platas publicas ubicadas sin arreglo al ordenamiento o la zonificación vigente. El Estado subregional cooptado.
Esta práctica se ha ampliado en numerosos sitios del país con el tiempo, pues además del tema de tierras y ganado, en otras zonas la exploración y extracción minera ilegal de oro también es un motor de desarrollo de nuevas trochas, como ocurre en la serranía de San Lucas, o en Riosucio, Chocó, o en Katíos y muchas otras zonas del país, donde la entrada de maquinaria y las órdenes del grupo armado de turno las recibe la población para ejecutarlas milimétricamente y con aportes financieros obligatorios –impuesto de valorización, en el lenguaje tributario– , pero además velar por su protección, mantenimiento y ‘seguridad’ de cualquier intervención estatal no deseada. Posteriormente viene una fase aún más interesante, y es la contratación de un presupuesto público, a través de la cooptación de las Juntas de Acción Comunal o veredales, para el mantenimiento, mejoramiento y ampliación de la red vial, lo cual les permite a los grupos manejar los dineros de la contratación, pero, adicionalmente, darle sostenibilidad política y jurídica al plan de ocupación territorial.
En las últimas semanas he visto movimientos sociales de reciente creación, que reivindican todo un modelo de ocupación territorial con esquemas económicos, derechos territoriales y desarrollo vial local, que coinciden precisamente con áreas donde existe un conflicto con la aptitud del suelo con la frontera agropecuaria, con la zonificación y desconociendo derechos de pueblos indígenas. El Estado, fragmentado, acude a una mesa de diálogo para apagar un incendio, pero el bosque claramente queda en manos de otros.
Dada la correlación directa entre las nuevas trochas con la deforestación y la implementación de usos del suelo no permitidos, ya sea extracción de oro, ganadería o coca, y su evidente planificación, coordinación y operación por grupos armados organizados, es urgente que la Nación adopte sistemas de monitoreo específico sobre este fenómeno, y lo trate de manera articulada entre diferentes sectores y niveles de gobierno, pues es evidente que no ha sido efectiva la intervención estatal, pues es fragmentada y adolece de análisis territoriales, de actores y procesos. Y por ello, claramente, los movimientos armados llevan una ventaja enorme, pues ellos sí planifican y transforman territorios y –gústenos o no– por eso la población local los reconoce como autoridad. No es un ‘problema’ de la Fiscalía, del Mintransporte, de las corporaciones, de una alcaldía, de los ministerios de Defensa o de Ambiente, sino de todos, en una visión de Estado común de la cual adolecemos, mientras que, del otro lado, es impecable su capacidad de planeación y transformación –que empieza por su trazado vial–, por bizarra que esta sea. Así de grande es el reto de la neocolonización.