Estaba yo en un campamento en las bocas del caño D´jue, sobre el río Caquetá, en la mitad del Amazonas. En aquel tiempo, durante el verano entre diciembre y marzo, cuando el río baja y los playones afloraban, protegíamos los tortuguillos de tortuga charapa, una especie que había sido sobreexplotada desde los tiempos de la cauchería y la masacre de las pieles finas, hasta los tiempos en que los ‘brachos’ de Tefé pedían ‘batelones’ con cientos de tortugas para hacer ‘arabú y cocida’, platos donde se usaban los huevos y la carne de la tortuga cocinada en su propio caparazón.
La protección consistía en reubicar los nidos (hacia incubadoras con arena en las mismas playas) que eran puestos bajo la línea de inundación repentina, y asegurar su eclosión y entrada al agua. También cuidábamos las tortugas en el momento de poner los huevos, pues es un instante de extrema vulnerabilidad donde esa labor les impide escapar de los cazadores, que las voltean, inmovilizándolas, capturando cientos de ellas y evitando la postura en nidos viables para la incubación natural.
En medio de esta enorme operación de conservación, una tarde llegaron dos personas, en un bote, al campamento. Eran dos indígenas que marcarían mi vida para siempre: uno era Carlos Matapí Yukuna, quien vivía en Santa Isabel, a la salida de la trocha del Mirití. El otro, José Enrique Miraña Boa, capitán de los Miraña en Puerto Remanso, chamanes y dueños de maloca cada uno. ‘Mambiamos’ y comenzaron a relatarme la urgencia que tenían en que llegáramos a un acuerdo sobre las formas de regulación que teníamos desde la cultura ‘blanca’, y sus sistemas regulatorios propios, pues en el caso de la charapa, ellos tenían un uso tradicional que en esa época permitía utilizarla como recurso para propiciar las mingas y tumbar el bosque con hacha, y sembrar las chagras de las que dependen el resto del año.
Me explicaron que el peligro era que vinieran ‘blancos’ que no aceptaban las normas indígenas de manejo territorial y, bajo ese pretexto, acabaran con las tortugas y los huevos, pero también que ellos requerían del apoyo porque algunas familias indígenas querían comerciar con las tortugas de manera indiscriminada. Pero, particularmente, sin que ese uso pasara por la mediación que hacían los chamanes con el dueño espiritual del animal, que daba permiso para usarlos en el trabajo de la chagra, y que permitía el bienestar de la colectividad. El permiso de los dueños espirituales de la selva, para hacer uso de sus recursos, pasa por la mediación shamánica, y violar esos reglamentos usualmente se ve reflejado en enfermedades, desastres naturales, plagas, accidentes y, en algunos casos, muertes que muestran claramente que el equilibrio ha sido roto. Celebramos el acuerdo, y allí empezó una historia de trabajo coordinado, de aceptar formas distintas de conocimiento de parte y parte, y también de reconocer su autoridad.
Poco a poco, fui conociendo el sofisticado modelo de zonificación del territorio que poseía cada grupo étnico dentro de esta porción del Amazonas, así como el detallado reglamento de manejo para una de estas zonas. Esa zonificación y reglamento, que se transmite de manera oral y ritual, recoge partes del territorio que inclusive no se han visitado físicamente en los últimos años debido a la pérdida de población después de las caucherías y también debido a la prohibición de hacer presencia o uso de recursos en zonas sagradas intocables. En la medida en que pasaba el tiempo, también vi en detalle cómo existía un calendario ecológico que daba cuenta de toda la dinámica de la naturaleza durante los diferentes periodos estacionales.
Maloca Apaporis
La relación entre lluvias, enfermedades, fenología del bosque, migraciones de animales en tierra y en el agua, épocas de cacería, pesca, siembra, recolección y, por supuesto, los bailes rituales, mostraban el complejo sistema de conocimiento que había permitido el desarrollo de estas culturas y el mantenimiento del bosque durante siglos. Esa evidencia de conocimiento, manejo territorial y ejercicio de autoridad permitió hace ya más de dos décadas plantear el desarrollo de los modelos de coordinación entre autoridades tradicionales indígenas y el Sistema Nacional de Parques. Planeación, ejecución presupuestal, relacionamiento institucional, reglamentación pasaron a un modelo de decisiones conjuntas vinculantes. Gran hito.
Pero claramente, el asunto no paraba allí, en los temas de la conservación, pues el mantenimiento de su cultura depende de que la educación de su pueblo tenga los ingredientes de conocimiento propio que, desde la escuela occidental, y más aún desde la delegación a la Iglesia, no se generaban. La salud, que era un elemento donde se requería un trabajo articulado intercultural para poder abordar las enfermedades que se reconocían desde el conocimiento tradicional con aquellas que habían llegado con el proceso de colonización, no podía seguir siendo un modelo donde la increíble ciencia chamánica quedara condenada a esperar la muerte de los sabedores y la llegada de la ‘brigada médica’.
Desde lejos, los municipios, y gobernaciones hicieron silencio, voltearon la mirada hacia el modelo centralista y desconocieron la competencia indígena en sus territorios. La mayoría de ellos, nidos de politiquería de rancia calaña, dejaron salir la xenofobia que quería caricaturizar el ejercicio indígena de gobierno propio como un “sueño de hippies”. Claro, del lado indígena, también hay una larga y dolorosa lista de historias de fracasos y errores entre manejos fraudulentos de recursos de transferencias, asociación con mineros, traquetos, madereros y cuánto malandro aparece con billete y guaro y, por supuesto, fierro amenazante. Han muerto muchos viejos sabedores, y el relevo generacional de calidad es incierto en algunos casos. Pero también, la resistencia de los pueblos indígenas ante al avasallamiento de esta pobre cultura que se precia de ‘blanca’ en vez de reivindicar su mestizaje ha sido formidable, y la persistencia del patrimonio natural del país se debe en gran medida a la pervivencia de los grupos étnicos.
Treinta y cuatro años después de que la Constitución lo ordenara, los territorios indígenas recibieron el decreto 0485 que detalla su origen, contexto y pasos a seguir en su funcionamiento y coordinación con las demás entidades territoriales. Ojalá sea la oportunidad para trabajar en un marco de interculturalidad, de esfuerzos conjuntos y sinérgicos, y no se caiga en la tentación de darle juego a las narrativas que promueven la fragmentación del país planteándose como “otra Nación”. Ojalá el ejemplo de Matapí y Boa fuera entendido por estas nuevas generaciones del movimiento indígena.