Si queremos salir de casi un siglo de guerra fratricida, debemos aprender la lección de ver décadas de correspondencia entre pobreza, abundancia en recursos naturales y conflicto armado que ha sido permanente y consistente. Este conflicto con la naturaleza y nuestra gente tiene su epicentro en reservas forestales, parques nacionales, resguardos indígenas, comunidades negras y tierras públicas. ¿Podemos pensar en política de Estado?
Desde los tiempos del Plan Nacional de Rehabilitación durante la administración Barco, pasando por los municipios de ‘Acción Integral’ del periodo Uribe, y luego con Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial establecidos en el Acuerdo de Paz con las Farc, hasta las Maquetas Territoriales del actual Gobierno, siempre hay una coincidencia entre las zonas donde hay guerra, biodiversidad y pobreza.
De 1986 a la fecha ya van casi 40 años, y el país sigue en su centralismo no solo administrativo, sino cultural, observando cómo la periferia ha sido tomada progresivamente por grupos armados en contubernio con mafias políticas locales, que a su vez responden a grupos económicos y de poder nacional. En estos municipios, que se podrían dibujar con los ojos cerrados, pues son un círculo concéntrico alrededor de las cordilleras y algunas pequeñas pausas en el Caribe, se sigue repitiendo el fenómeno. Una variación interesante es el progresivo reemplazo de la coca por el oro, la nueva adicción perfecta del mundo globalizado.
Entonces, el menú tiene como plato de entrada administraciones municipales débiles, que generalmente han sido cooptadas o coaxionadas por los grupos armados, donde muchos de ellos son financiados por sus mismos verdugos, socios o jefes. De allí, vienen territorios sin formalización de la propiedad, lo mismo que muchas zonas de conservación con deterioro en diferentes niveles y comunidades vulnerables, ya sea de campesinos o de indígenas, también bajo presión y, sobre todo, con bajísimo nivel de atención e inversión gubernamental. Y escuelas distantes de los niños, con infraestructura raquítica, profesores cundo los hay para atender todas las edades, y obvio, sin conectividad ni equipos, más allá de un modelo educativo descontextualizado y sin acceso a la investigación básica que requiere la educación para mentes en formación. Las carreteras son trochas, y muchas de ellas las hace el grupo armado de turno, ante la parsimonia gubernamental y la enfermedad crónica de la contratación estatal: la corrupción de un sistema cada vez más agonizante.
Donde hay, o había, bosques y humedales, hoy hay vacas, búfalos, coca y retroexcavadoras. La coca, con su cifra récord nacional, muestra que si el fentanilo ha ocupado una parte importante del mercado, aún hay mucho por conquistar en otras latitudes, empezando por el cercano y potente mercado brasilero, como lo evidencia la presencia del Comando Vermelho en nuestras fronteras surorientales. Muchos viejos cocaleros ya enviaron sus hijos a la universidad, y compraron ganado y fincas y venden ganado en pie, leche y queso prensado. Los lotes de coca ya no están en la finca, sino en ‘puntas’ de colonización, o zonas que los muchachos controlan.
Pero donde hay una gran novedad es en la aparición de la fiebre “del Dorado”, como me decía un alto mando militar de un país vecino; Colombia empieza a evidenciar un enorme potencial aurífero tanto en áreas de depósitos aluviales como en vetas de profundidad. Esta periferia olvidada, ahora es “bendecida” por la “maldición de los recursos naturales”. Los mecanismos de formalización minera no están diseñados, como tampoco los del uso del bosque para comunidades locales, sino para formas empresariales de gran tamaño. Ningún grupo armado ni comunidad local necesitan pasar hoy por procesos arcaicos y segregacionistas de formalización, cuando su proceso de lavado empieza desde el momento en que el oro sale del río o ‘hueco’, y pasa por la primera fundición en cualquier pueblo o vereda del país. De ahí a llegar a los bancos centrales, o al cuello de los beisbolistas de la liga americana, por poner un ejemplo, hay un camino expedito de transporte, títulos, exportaciones, transacciones, paraísos fiscales, etc.
Para rematar, todo esto ocurre en zonas de protección ambiental, donde los últimos bosques y otros ecosistemas, que son el soporte de la seguridad climática del país, son testigos de su imparable degradación. Es urgente definir una política de largo plazo asumida por el Estado en su conjunto, donde se entienda que la transformación e incorporación de estos territorios de la periferia a la economía legal, y la incorporación de los ciudadanos para que tengan derechos y deberes plenos, es el único camino para evitar que el conflicto interno siga su inexorable marcha hacía las matanzas que se ofrecen como fórmula salvadora, en estos tiempos de veneración a las salidas violentas. Repensar el modelo de gobierno, desarrollo y conservación en estos territorios es tarea urgente.