Aparecieron las cifras del Global Forest Watch esta semana y anuncian un histórico descenso de la deforestación en Colombia, en el periodo 2022-23. Tamaño anuncio merece una revisión detallada, pues la tentación de celebrarla, es de muchos, y es allí donde precisamente está el peligro de no explorar detalladamente sus causas.
Como pocas veces antes, el gobierno de turno le ha dado prioridad a la lucha contra la deforestación, expresado esto en su asignación presupuestal, en los desarrollos jurídicos para el uso sostenible de la reserva forestal, en el reconocimiento de derechos a las poblaciones locales, la promoción de la economía forestal, los pagos por servicios ambientales, así como la disposición a avanzar en la formalización de tierras, creación de reservas campesinas y restitución de tierras en resguardos así como el redireccionamiento de la política de aplicación de la ley hacía la investigación de grandes capitales que financian el acaparamiento de tierras.
Sin embargo, esto no ha sido suficiente para que se desarrollen procesos de gran escala, pues han contado con un fenómeno de crecimiento y consolidación de los grupos armados, especialmente las disidencias de las Farc, quienes han ejercido un control cada vez mayor sobre la población en estos departamentos, y quienes cuentan no solo con la capacidad para orientar los aspectos básicos de convivencia, sino respecto al uso de recursos naturales, ocupación de tierras y sistemas productivos. Ese control, incluyó la orden de suspender la deforestación y quemas entre finales del año 2022 hasta el último trimestre de 2023. Esta decisión se toma, luego de cinco años previos donde hubo las tasas más altas de deforestación y apropiación de tierras públicas de este siglo en la región amazónica. Más de medio millón de hectáreas fueron deforestadas y apropiadas, así como más de 1,2 millones de vacunos entraron en los municipios alrededor de Chiribiquete que marcan la frontera agropecuaria.
Visto entonces el tema no como un dato aislado, sino en el contexto de un análisis multianual, llama la atención el efecto de este descenso en el marco de la orden del EMC. De una parte, pone en tela de juicio la efectividad del Estado, y de otra, hace girar el visor hacía el descenso de ese periodo, y no en la pérdida acumulada. Esto cobra vigencia, cuando, en 2023, se dan cada vez más restricciones a las entidades gubernamentales y civiles para desarrollar trabajo comunitario, así como se intenta controlar la representación organizacional, y al final de año, se abre nuevamente la compuerta a la deforestación, así como el desarrollo de una intensiva operación de colonización, que incluye desarrollo de cientos de trochas, entrada de hato ganadero, ampliación de cultivos de coca, ampliación del área de minería de aluvión, y consolidación de corredores desde el Cauca hacía las fronteras con Brasil, Venezuela y Perú, como ha sido descrito detalladamente en columnas anteriores.
Para decirlo de manera escueta; cuando apenas estamos viendo los datos de la pausa a la deforestación decretada por el EMC, en 2022-23, por otra parte, en el territorio estamos viendo el resurgir de esa deforestación intensiva en el primer trimestre de 2024, en zonas controladas por el mismo grupo. Entonces, cabe preguntarse, cómo debe asumirse en las prioridades de negociación el tema de la naturaleza como víctima, y específicamente el tema de la deforestación, siendo este el principal problema ambiental de Colombia, el cual se refleja cada vez más claramente, en la vulnerabilidad a los eventos extremos ya sean estos de sequias y temperaturas altas, o de lluvias intensas y periódicas. Entre los incendios, escasez de agua potable, de riego o transporte, pasando a las avalanchas, inundaciones, deslizamientos, el país es golpeado cada vez más por la pérdida de su cobertura boscosa principal, sin contar con el impacto en la biodiversidad, ejemplificado en los Parques Tinigua, Macarena, Nukak y bordes estratégicos de Chiribiquete.
En ese sentido, es imperativo que la Mesa de negociación sea el mecanismo para garantizar la presencia de la institucionalidad pública y civil en el territorio, así como el respeto y autonomía a las organizaciones sociales, empezando por las juntas veredales y autoridades públicas indígenas. Así mismo, la reducción de la deforestación, y la restauración y recuperación de áreas degradas durante este periodo de conflicto, deben ser parte de los compromisos de las partes, empezando por las afectaciones en Parques Nacionales, resguardos indígenas y reserva forestal, con el acompañamiento y participación de la cooperación internacional. Ese imperativo es ya, y la oportunidad para consolidar ese proceso en medio de las dificultades está dado en ese territorio.
Finalmente, ese acceso al territorio, debe ser de toda la institucionalidad, especialmente ambiental y agraria, pero con unos criterios comunes de coordinación, así como de los planteamientos básicos sobre el uso del suelo y el ordenamiento. La zonificación ambiental, no surgió como un capricho o acto vengativo de las ciencias naturales para anular poblaciones rurales. Es necesario, en estos tiempos de crisis ambiental y política, adaptarnos a las restricciones de los ecosistemas, y no promover atenciones insostenibles del Estado donde las poblaciones han sido empujadas en medio del conflicto y las economías de la guerra. Que la vocación humanista y convicciones sociales no sean el instrumento para consolidar procesos insostenibles y con intereses asociados a conflicto. El Bosque necesita Estado, no ser arma de negociación.