El río Amazonas redujo su caudal dramáticamente en las últimas semanas. Al mismo tiempo vimos cómo una serie de incendios masivos entre las fronteras de Brasil, Perú y Bolivia, generaban una capa de humo que cubría estos tres países que ponían su “granito de arena” en el calentamiento global.
Los cambios en la distribución e intensidad de lluvias, afectaron gran parte del continente, que ardió, y además evidenció que estamos perdiendo rápidamente la capacidad de retención de humedad en los suelos y de evapotranspiración, por la pérdida de bosques y otras coberturas naturales. Literalmente, está llegando menos agua, y la que llega, no se retiene lo suficiente. Aquí, del lado de las ciudades, el asunto del racionamiento de agua en Bogotá, está poniendo el dedo en la llaga. Es la tormenta perfecta, pues la complejidad del problema, requiere de soluciones igualmente sistémicas, que no traten de reducir de manera simplista el asunto. Aguas subterráneas, gestión de acueductos en municipios vecinos, cultura de uso sostenible del agua, revisión tarifaria para consumo suntuario, disminución de fugas y fraude, ampliación de la capacidad de almacenamiento, entre otras medidas, tendrán que ser revisadas una a una, e implementados planes de corto y largo plazo. De mi parte, además de lo anterior, sugiero plantear el proyecto de ley para hacer obligatorio el desarrollo de proyectos de vivienda, principalmente urbana, que incluyan sistemas de recolección de aguas lluvias e incentivos tributarios y de tarifa a quienes lo incluyan de manera voluntaria.
Pero el asunto no es un “problema de Bogotá”, pues es un tema multiescalar, que merece un ejercicio de conciencia planetaria, tan manoseada en estos días de hipismo-ambientalista. En el primer paso a escala subregional, viene el tema de la deforestación del piedemonte llanero y amazónico, que claramente, ha disminuido de manera importante su capacidad de mantenimiento de los ríos voladores y aguas superficiales de las cuencas altas de la Amazonia y Orinoquia. Es decir, hacia lo alto, sube menos vapor de agua, y hacia abajo, menor retención y por ende los caudales bajan dramáticamente con menores lluvias. La reconversión de áreas deforestadas y degradadas amazónicas pronto debería ser motivo de debate en el Concejo de Bogotá, en el Congreso, y la Empresa de Acueducto, para incluir dentro de su tarifa y otras fuentes financieras recursos para este tema estructural, sin recurrir al modelo fracasado de las corporaciones autónomas.
Un poco más abajo, viene el asunto de los ríos sin agua, y la que queda, contaminada. Me contaba un periodista amigo, que los remolcadores que venían de Puerto Leguízamo para Leticia, estaban varados sin poder navegar, pues el canal estaba extremadamente bajo, y en algunos casos, perdido. Este río es un buen caso de los efectos de la minería ilegal de oro, que despedaza la red hídrica amazónica, vertiendo miles de toneladas de sedimento producto del efecto del dragado sobre barrancos, monte firme, islas, playones, y el cauce mismo del río. Esa cicatriz, cada vez más grande, se riega por todos los ríos amazónicos, con otro enemigo silencioso y mortal: la contaminación con mercurio, que se ha regado por todas estas cuencas donde las comunidades indígenas y ribereñas, evidencian niveles de contaminación que sobrepasan con creces los niveles permisibles para la salud determinados por la OMS. Claro, esto no es solo en Colombia, sino que ya es un problema continental, donde el rastro del oro ilegal que compran en la India y Emiratos Árabes entre otros, es cada vez más invisible, pues ese pasivo social no le duele a nadie. De pronto algún día, en que la legislación obligue a revisar los niveles de mercurio en las miles de toneladas de pescado que provienen de Leticia (y las del Bajo Cauca y Magdalena), que son comercializadas en los restaurantes bogotanos, o que algún notable aparezca con sintomatología de intoxicación por mercurio, esto pueda generar algún cambio significativo.
El ganado aporta su pedazo también, claro está. Un ejemplo de esto es lo que pasa en la cuenca alta del río Unilla, en Guaviare (cabecera del río Vaupés, posteriormente río Negro en Brasil), pelada hasta más no poder. Llega el verano, el río baja caudal, y las embarcaciones de Miraflores no pueden llegar al puerto de Barranquillita. La gente desesperada, pide la carretera, para salirle al paso, a esa “furia de la naturaleza”, y mientras tanto, hacen fila detrás de las tractomulas que entran con miles de terneros para los pastos más baratos del mercado, y las tierras mejor lavadas, no propiamente por la lluvia. Y así, entre dragas, vías, pezuñas, cocales, desde este lado de la Amazonia, aportamos a que ese gran río Amazonas, esté cada vez más impactado y menos resiliente. En la escala subcontinental, desde las “economías legales”, en el lado peruano, los derrames de petróleo en el río Pastaza, afluente del Marañón, así como la feria del incendio ganadero en Manaos, terminan con este cóctel de imbecilidades del siglo XXI, frente a la cuenca más importante del planeta en su regulación hídrica, biodiversidad y pueblos indígenas. Recordemos que las cuencas del alto río Negro y Amazonas, registraron los datos más alarmantes de bajos caudales en el siglo XXI, al mismo tiempo que Bogotá y su sistema de aguas registraba un septiembre “atípico”, que prendió las alarmas. Lo que pasa en un lado se refleja en el otro, sin irnos más allá con los cambios inesperados en la temperatura oceánica y lluvias en el Sahara y Europa Central.
Esperemos que todas estas señales de crisis climática nos permitan reaccionar, y tomar decisiones estratégicas en torno a la protección de agua, bosques y comunidades, que garantizan el bien común de todos. Visión integral y de largo plazo, invocada.