Recorrí un poco más de 300 km de trochas en el piedemonte de la cordillera Oriental y quedé asombrado de la cantidad, magnitud y frecuencia de deslizamientos en masa, avalanchas, tamaño de cárcavas y el impacto sobre la movilidad y la infraestructura vial rural. El pésimo uso del suelo, particularmente abriendo potreros en cuanta ladera haya, está generando una erosión de gran magnitud en muchas cuencas entre el piedemonte casanareño y del Meta, que además reciben una enorme carga de lluvias producto de su posición geográfica. Su potencial en agua, biodiversidad y bosque, se va en miles de toneladas de sedimentos que hoy llegan a las zonas planas con desbordamientos y movilidad de cauces cada vez más grandes.
En pocas palabras, hay señales claras de que los ecosistemas, principalmente aquellos que están transformados, con algún nivel de degradación y conflicto de aptitud y uso, están llegando a un punto de agotamiento, pierden su resiliencia, en particular la capacidad de retención de humedad en el suelo superficial, y se generan cárcavas. Estas son aquellas porciones de suelos desnudos que han perdido su cobertura vegetal y, al estar en paisajes con algún nivel de pendiente, el agua que se precipita en lluvias, o escorrentías superficiales hacen su parte y se llevan el suelo abriendo una cavidad cada vez mayor, que va ascendiendo sin parar hasta llevarse porciones enormes de colinas, laderas, piedemontes, drenajes y cimas, en fin, todo aquello que sea susceptible de irse abajo por efecto del agua que ya no tiene cobertura ni suelo superficial que la retenga e infiltre.
Mientras mayor sea la pendiente, y más larga, y su grado de inclinación mayor, es proporcional a su vulnerabilidad a la erosión, remoción y deslizamientos masivos. Muchos de estos suelos también están dispuestos sobre superficies rocosas, que funcionan como una capa impermeable y facilitan que los suelos saturados por lluvias intensas se deslicen y generen enormes movimientos en masa. Pero, para cualquier caso, en todos estos paisajes se aumenta su vulnerabilidad cuando pierden su cobertura boscosa y se convierten en potreros. En algunas zonas se ven iniciativas con cacao, café bajo sombra y frutales, que de inmediato hacen visible sus bondades en este contexto de eventos climáticos extremos. Pero estas son las excepciones, no la regla.
Entonces, aquí viene la discusión de fondo. ¿Quién puede y debe tomar el liderazgo en la revisión e implementación del ordenamiento del uso del suelo en los paisajes de afectación directa sobre los ejes viales del país, sean estos de orden nacional, regional o local? Los municipios no suelen desarrollar reglamentaciones de uso del suelo que pongan limite a la pérdida de cobertura forestal, ni siquiera en áreas de se denominan de “alto riesgo” por su condición geomorfológica, geológica o edáfica. Las corporaciones ambientales apoyan procesos de reconversión productiva, pero no llegan al nivel de detalle de requerir zonificaciones precisas de usos del suelo y sugerirlas a nivel de determinantes ambientales en las áreas de influencia de los ejes viales.
En lo anterior se expresa la tremenda ausencia de correlación entre el control sobre el uso del suelo, la condición intrínseca de los países a la vulnerabilidad climática y las acciones de mantenimiento vial y diseño de infraestructura verde y resiliente al cambio climático. Por más que tengamos taludes tapizados de concreto lanzado en muchas vías nacionales, mientras no se controle el uso del suelo en su área de influencia, más allá del derecho de via, será imposible evitar los continuos “desastres”, principalmente de origen antrópico, y algunos naturales que se están depositando sobre gente, fincas, casas, poblaciones, buses, ríos, puentes, bancadas y alcantarillas, en fin, todo lo que hay a su paso y que nos cuesta vidas humanas, millones en infraestructura y pobreza regional. Le pido a los lectores revisar imágenes de video o fotos de deslizamientos y avalanchas sobre vías y gente, y determinar que usos del suelo y en qué paisajes se dan estos fenómenos, para comprobar por ustedes mismos lo que aquí estoy diciendo.
Hace unos años escribía sobre los múltiples eventos que han marcado la historia de las decisiones viales estructurales para el país. Un punto de partida tristemente célebre fue la avalancha de Quebradablanca, en la vía al Llano, que cobró la vida de más de 300 personas que esperaban paso por el derrumbe del enorme talud. El mismo sitio donde hoy, 52 años después, la vía no ha podido ser resuelta de manera definitiva. Caso similar al de ‘el trampolín de la muerte’, entre Sibundoy y Mocoa, donde ni el BID pudo consensuar con el Invías un modelo de intervención ajustado al cambio climático y la biodiversidad, y el dolor por el fallecimiento de 200 personas en una avalancha. Ni hablar con el deslizamiento de Chipaque, donde medio país está sujeto a una restricción que pone en jaque la economía regional, sin que haya solución de corto plazo.
¿Qué necesita la nación para tomar decisiones de fondo en materia de ordenamiento en las zonas de mayor sensibilidad social, económica y ambiental, como pueden ser los ejes viales del país en sus paisajes de influencia, más allá del derecho de vía? ¿Deberían los costos de los peajes financiar la intervención sobre estos usos del suelo y los habitantes de los predios adyacentes? ¿Creen que hacer infraestructura verde es estabilizar taludes con concreto lanzado y hacer pasos de fauna para pequeños mamíferos?
Históricamente, la humanidad ha aprendido, en algunas ocasiones, luego de experimentar grandes desastres climáticos. ¿Que aprendió Colombia luego de la iniciativa del Fondo de Adaptación y el invierno de 2011-12? ¿Estamos esperando que se dé un colapso general de infraestructura, una crisis económica o un terrible evento sobre una población vulnerable? Hora del debate y soluciones estructurales entre los ingenieros, ambientalistas, legisladores y gobiernos territoriales, a ver si logramos salir del remolino estancado.