Recorro las montañas del Quindío y se observa un majestuoso paisaje de bosques cargados de palmas, bromelias, yarumos blancos, en medio de pendientes muy pronunciadas y abundante agua. En otras laderas se ven mosaicos de cultivos de café, plátano, frijol, mientras que en el borde de carretera, se venden aguacates, lulos, mangos, yucas, y otra amplia y diversa oferta de alimentos. La generosidad del suelo se explica en gran medida por los maravillosos aportes de ceniza volcánica que cubren su territorio, al igual que el del gran Eje Cafetero, que se asientan en una cordillera joven, y una pluviosidad media bien distribuida a lo largo del año. En este contexto, se han desarrollado modelos intensivos de agroforestería, gracias a una cultura campesina fuertemente arraigada, que ha incorporado los usos intensivos del suelo, combinados con una protección de los mismos gracias a esa inclusión de árboles y rastrojos en su modelo productivo.
Sin embargo, también veo una mancha de pinos que ocupa extensiones de suelos que podrían estar dedicados a la producción agrícola. Si bien creo importante el desarrollo de una economía forestal maderable, que compensa los bosques dedicados a la conservación o producción no maderable, también creo necesario abrir la discusión sobre la zonificación productiva de los bosques plantados para usos maderables. No creo que se deba hacer una “demonización” de las especies, ya sean estas foráneas o nativas; tampoco magnificar las bondades de algunas de ellas, en un contexto de protección de biodiversidad, aguas, suelos y fauna, además del balance necesario con la producción agroalimentaria.
Los pinos y eucaliptos pueden tener un lugar en el desarrollo forestal del país, pero seguramente habrá que hacer ajustes normativos para garantizar, por ejemplo, el que estos no sean plantados en zonas donde la calidad de suelos, puedan ser orientados hacia la producción agrícola. También, en términos de la extensión de las plantaciones, de manera que las demandas de agua superficial o subsuperficial, no disturben el régimen hidrológico de microcuencas. Respecto de sus formas de cosecha también habrá que avanzar, pues esas formas de cosecha donde el suelo queda totalmente descubierto, sin ningún tipo de cobertura, son la peor condición posible para facilitar procesos de erosión severa, con pérdida de fertilidad de largo plazo, como lo que sucede en las mentadas montañas cafeteras.
Secuoyas, California, 2024. Foto: R Botero
Y seguramente, una tarea urgente será la Evaluación Ambiental Estratégica, del sector forestal para la Orinoquia, pues es urgente determinar cuál puede ser la combinación más sostenible de cultivos agrícolas, forestales, usos pecuarios, mineros, de hidrocarburos, con la persistencia de sabanas, bosques de galería, médanos, zurales, humedales, matas de monte, serranías, bosques aluviales, que permitan un balance entre ecosistemas naturales y agroecosistemas. Tienen razón los sectores productivos cuando señalan que ante la ausencia de una zonificación más detallada, pues ellos se adaptan a lo existente con la frontera agropecuaria y los determinantes ambientales. Pero también es cierto que, éticamente, los límites de la transformación del suelo no pueden estar dados solamente por una zonificación porosa y frágil, menos cuando hoy estamos asistiendo a una crisis climática más fuerte, y donde los compromisos sectoriales para la protección de la biodiversidad y la adaptación al cambio climático. Recordemos que la segunda meta del Plan de Acción de Biodiversidad hace referencia explícita a “Impulsar la transición de los modelos productivos hacia la sostenibilidad, la revalorización de la biodiversidad y la distribución justa y equitativa de los beneficios”. Es tiempo de ir más allá de la retórica.
En estos días que estamos en la antesala de la COP de biodiversidad, creo que la posibilidad para sacar de la esfera ambiental las grandes decisiones sobre la protección de biodiversidad y acción climática, es necesaria y oportuna. La enorme demanda, además de creciente, sobre recursos naturales, tierras, y economías locales, por parte de los grandes países industrializados y los nuevos inversionistas con disfraz de astronauta, pone de frente la discusión de corresponsabilidad. Cocaína, oro, petróleo, cobre, aceite, carnes, soya, maderas, coltán, entre otros, crecen cada día en su demanda, y le ponen picante al marco jurídico, la institucionalidad, la gobernabilidad, de estos pequeños países a los cuales el mundo les pide mucho, pero son insuficientes a la hora de apoyar. Lo cierto es que el problema es nuestro, aquí en el trópico, donde tenemos que balancear las necesidades de acción climática y protección de biodiversidad con el desarrollo sectorial sostenible. No estamos para devolvernos al neolítico como parecieran pregonar algunos “activistas”, pero tampoco para ser el cinturón cerealero de Suramérica como lo anhelan los adoradores del Cerrado brasilero y nostálgicos de la “revolución verde”.
Abrazando un árbol milenario hace unos días, me preguntaba cuántas generaciones habrá visto ese gigante pasar bajo sus ramas, y cómo ha variado la percepción de los humanos sobre su necesidad, utilidad, beneficios, así como los cambios derivados de su ausencia. Seguramente, la condición evolutiva del ser humano ha incidido profundamente en esa relación con el gran árbol del cual descendió hace miles de años para recorrer el planeta. Volver a su sombra no es un acto de debilidad, sino de sabiduría.