Se murió Tiberio –Kerajhipcu, en su lengua–, un grande de los Upichia, padre de Uayú y Daniel. Tenía su maloca bajando de Araracuara, en el resguardo de Villa Azul. Educado por gente de ‘monte firme’, había pasado largos años aprendiendo con otros muchachos indígenas en los bancos del mambeadero, con los ancianos del rio Mirití. Gente que creció con los calendarios ecológicos, las dietas, los reglamentos de manejo de la selva y el respeto por los dueños espirituales de cada pedazo de naturaleza que hay en las inmensas selvas amazónicas.
Tiberio había establecido su casa en los linderos de su territorio ancestral, en límites con la tierra de los Andoke, de los Murui Muinane y los Uitoto. En el final de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado, en la región de Araracuara y el bajo rio Caquetá, existía el programa más grande de investigación sobre el bosque tropical amazónico –Tropenbos– que haya tenido Colombia, financiado por la cooperación holandesa. El programa permitió que los mejores investigadores del país, entre biólogos, forestales, arqueólogos, economistas, agrónomos y geólogos, desarrollaran líneas de investigación de largo plazo y, en conjunto con investigadores holandeses de talla mundial, avanzaran en un conocimiento que hasta ahora sigue teniendo vigencia y, tristemente, falta de uso en las decisiones de política pública.
Al otro lado se encontraban indígenas de la talla de Tiberio Matapi, Óscar Roman, Fisi Andoque, Enrique Boa, Enrique Miraña, Sebastián Nonuya y Eduardo Paki, entre otros muchos grandes pensadores, que fueron los interlocutores con ese enjambre de investigadores. Fueron años dorados de producción intelectual e intercambio cultural que quedaron plasmados en numerosas publicaciones, así como en un grupo grande de profesionales que marcaron parte de la institucionalidad ambiental durante un par de décadas. Hoy, Araracuara es el mejor ejemplo de cómo un país puede retroceder, y ser comido por la manigua, que se traga los últimos muros de la portentosa infraestructura de investigación que alguna vez existió y que funcionarios de medio pelo dejaron caer bajo el monte y resentimiento.
El declive regional empezó hacia al final de los noventa e inicio de los 2000, cuando las Farc decidieron expandirse sobre los territorios amazónicos donde la minería aurífera de aluvión servía para sus finanzas, así como las rutas de recepción de armas y otros ‘intercambios comerciales’. Los mineros armados, como langostas, acaban con lo que haya a su paso, incluyendo el pescado, la cacería, los muchachos y, por supuesto, las mujeres. Para los indígenas manejadores del ‘mundo’, el oro era un metal que debía estar guardado bajo tierra, pues es muy “caliente” y trae enfermedades, violencia y mal pensamiento, además de impedir la curación espiritual que hace el chaman, para el equilibrio del territorio con los ‘dueños del monte’, que usan la energía del oro en su revestimiento espiritual para la conciliación. Semejante elaboración mitológica –chamánica–, no les importó un pito a los señores de la draga y el fusil.
Cambio Colombia
Viejos como Tiberio se encerraron en su maloca para tratar de cuadrar el desbarajuste, situado entre lo chamánico y lo terrenal. Los muchachos, deslumbrados con la plata y el fusil, se fueron de la maloca y, a los meses, quedaron “embambados”, o sea con cadenas de oro colgadas hasta en el pito, como símbolo de estatus; las muchachas, unas de cocineras, otras de mozas de minero, otras prostituidas.
¿Para qué estudiar y trasnochar años en un mambeadero con un viejo, si el poder se consigue fácil trabajando en el ‘ejercito minero’? En su soledad, Tiberio y los viejos siguieron perseverando por evitar la debacle; las enfermedades, la violencia, las migraciones, les daban la razón, además de ser vivo ejemplo de que otros caminos eran posibles.
Daniel, el hijo mayor de Tiberio, empezó a trabajar por la protección del territorio, y en especial contra la minería de oro, que depredaba su territorio y su gente. Un día, Daniel se subió a una avioneta con el gran Roberto Franco, que trabajaba por la protección de los pueblos indígenas en aislamiento voluntario. Se subieron porque Satena había encontrado excusa para no aterrizar en Araracuara, y le había dejado el camino abierto a los mineros armados para controlar los vuelos en avionetas que sacaban y metían su mercancía.
La aeronave se cayó a los pocos minutos de despegar por el sobrepeso que tenía, debido a los repuestos de maquinaria que le subieron, y por supuesto, todos los ocupantes murieron.
El otro hijo de Tiberio, Uayú, sintió la pérdida de su hermano y, sabiendo que la naturaleza cobra, decidió dedicar su vida a la protección de bosque y su territorio. Una vez pasó ese periodo de ensueño que fue la firma de paz con las Farc, volvieron los Jeruiwa, o ‘gente de puerco’. Tiberio, emberracado luego de dos décadas de estar dándoles la pelea desde su banquito de mambeo, le toca salir a ‘frentiar’, a sus 70 y punta años, a un ‘comandante’ de zona, que es algo así como un pelado que viene con la misión de ‘hacer amistad’ con los indígenas de la región luego de los horribles antecedentes de reclutamiento, escape y fusilamiento público de los niños uitoto, de El Chorro para arriba.
Tiberio sale, le dice que nos son bienvenidos, que no quieren gente armada en su territorio, y que no quieren que se lleven sus nietos a una guerra que no es suya. El que tiene el ‘fierro’ le responde que viene en son de paz, y que le ofrece una ayuda desinteresada: montarles la guardia indígena, darles entrenamiento, chalecos, recursos. Tiberio le dice que ellos no necesitan guardias, que su cultura maneja la autoridad con el pensamiento y los dueños espirituales, y que las tales guardias no le interesan. Silencio en el patio de la maloca, y el joven armado se despide:
–Bueno, igual de aquí no nos movemos–.