Cursa actualmente una propuesta de ley sobre jurisdicción agraria, la cual representa una enorme oportunidad para fortalecer un marco de reconocimiento de derechos, especialmente sobre población campesina vulnerable, también podría constituirse en un riesgo para el marco normativo que protege el derecho fundamental a un ambiente sano, y en especial a la protección de ecosistemas de interés representado en el Sistema Nacional de Áreas Protegidas, así como los bosques de la Reserva Forestal de la Nación. Inclusive, pensaría que para las pueblos indígenas y otros grupos étnicos, puede generar recelo la forma en que el proyecto de ley está siendo propuesto, con una narrativa fuertemente enfocada en reconocer una vocación agropecuaria, de lo que se entiende como el contexto “rural”, en desmedro de la ruralidad vinculada a los ecosistemas con diferentes niveles de restricción ambiental, así como a los usos asociados a la conservación, ya sea esta pública o comunitaria.
Mal haríamos en desconocer los tremendos retos que tienen las zonas de mayor conflictividad social, armada y ambiental del país, que coinciden con tres grandes áreas: la reserva forestal, las áreas protegidas y los territorios étnicos. Miles de personas han migrado con ocasión de las economías ilegales, del desplazamiento armado, las migraciones armadas dirigidas, y el posicionamiento de la base social de grupos armados que se disputan el territorio, sumándose a los existentes históricamente, que también han padecido la falta de derechos territoriales. Por tanto, cada zona tiene su particularidad, sus historias y disputas, lo cual no debe obviarse en un proyecto de ley bien intencionado, que tendrá impactos sobre las áreas de las cuales depende la seguridad climática del país, su biodiversidad y sus pueblos y grupos étnicos.
Me voy primero con el tema de la reserva forestal, que es una extraordinaria figura creada para fortalecer la economía forestal, y la protección de los suelos, las aguas y la biodiversidad. Lo anterior, a pesar de la claridad de su definición, fue un obstáculo durante muchos años para avanzar en la definición de políticas de desarrollo forestal, que permitieran el uso sostenible de los bosques naturales, su restauración, zonificación detallada, generación de institucionalidad adecuada a su administración y manejo, líneas financieras y técnicas que permitieran su sostenibilidad, y más importante aún, la definición de los derechos de las poblaciones que podrían ser usuarias del bosque, dada la característica de la reserva, como baldío inadjudicable. El Acuerdo 058 de la Agencia Nacional de Tierras en el año 2018 definió por primera vez en la historia, un procedimiento para el establecimiento de derechos en las áreas inadjudicables de la reserva, creando un hito histórico que reconocía la doble connotación de la misma: una zona donde se pueden desarrollar actividades encaminadas a la economía forestal, y por el otro, una zona donde pueden otorgarse derechos a las poblaciones residentes, siempre y cuando sus usos del suelo sean compatibles con la vocación forestal de la reserva, así como de su zonificación. Reconocer derechos del suelo, y sacar los baldíos inadjudicables del mercado de tierras, es una forma de garantizar la frontera agropecuaria y conservar los bosques del país.
Los procesos posteriores a este momento han girado en torno a avanzar en formas de reconocimiento de derechos, especialmente de población campesina, en distintas figuras, que pueden ir desde las concesiones forestales campesinas, hasta las reservas campesinas sin sustracción, o los procesos de regularización individual, lo cual ha sido, hasta la fecha, el mecanismo más importante de garantía sobre la conservación de la misma. En ese sentido, las restricciones de uso han sido mucho más claras en las zonas de reserva donde aún quedan importantes áreas boscosas, que en aquellas donde se han dado procesos de deforestación, asentamientos, usos agropecuarios, economías ilícitas, donde en general el Estado colombiano ha invertido en procesos productivos que en su mayoría van en contravía de la normatividad asociada a esa zonificación ambiental. Y esa famosa “confianza legítima” estimulada por la inversión pública gubernamental, es la que ha abierto grandes áreas del país al mercado de tierras, como ha ocurrido en los últimos años en la zona de mayor deforestación del país.
Y es allí donde el asunto se complejiza, pues el dilema que se le viene al Estado es precisamente definir cuáles son los criterios de ponderación para tomar decisiones frente a la inversión pública, y por ende del ordenamiento, con las necesidades de población vulnerables. Y esto aplica también en las áreas protegidas, donde como hemos visto recientemente, la reivindicación de usos de alto impacto y contraproducentes, como es el caso de la minería, o la ganadería, han sido reivindicados por poblaciones locales, que argumentan ser impactadas negativamente en su expectativa de desarrollo por las restricciones ambientales del uso del suelo.
Tremendo reto se viene, si no le damos un debate profundo a esa reconceptualización que se requiere de lo rural, donde lo ambiental hace parte estructural de la misma, donde no todo debe estar orientado a la producción agropecuaria, y en donde la conservación de los bosques y su manejo deben seguir estando en la órbita de la conservación de patrimonio ambiental y cultural de todos los colombianos.