Alonso Bernal fue un andariego que recorrió varias partes del país. Cuando el destino lo llevó al Bajo Caguán echó raíces, compró una finca y se puso a criar ganado. Ahora trabaja para que los potreros de su finca reverdezcan con árboles maderables y productos de pancoger.
La vida lo noqueó cuando aún era un niño curioso y juguetón. En esa época, Alonso Bernal vivía con sus padres y una hermana en El Líbano, municipio tolimense que vive de los regalos que da la tierra.
La guerrilla le arrebató la vida a su padre, un campesino que trabajaba sembrando café y algodón en el campo. Su madre cayó en una profunda depresión y al poco tiempo de la partida del amor de su vida decidió envenenarse.
“Quedamos huérfanos. Mi hermana se fue con una de mis abuelas y yo pasé de casa en casa familiar soportando toda clase de maltratos. Así duré como nueve años hasta que me cansé de las golpizas y me convertí en andariego”.
Alonso ya perdió la cuenta del número de municipios donde vivió trabajando en lo que le enseñó su papá: cultivar. “Pero todo lo que ganaba me lo gastaba en trago, por lo cual las mujeres no me duraban”.
Cuando tenía 30 años, el campesino estaba radicado en el municipio tolimense de Planadas recogiendo café. Un día, al pueblo llegó un carro muy fino que causó sensación en sus habitantes; solo conocían las chivas y jeeps destartalados.
“Era un medio hermano por parte de papá que vivía en Cartagena del Chairá, municipio de Caquetá que conocí en mis años de adolescencia. Él me dijo que en el Bajo Caguán, una región apartada y olvidada, me podía ir bien”.
Como no tenía familia por la cual responder y seguía como una veleta por todo el país, Alonso aceptó su propuesta. Primero llegó al casco urbano de Cartagena del Chairá y se sorprendió con su nuevo aspecto.
“La primera vez que vine el pueblo era una extensa laguna con unas solas casas de paja. El viaje en canoa por el río Caguán hasta Puerto Rico solo costaba 20 pesos. Ahora ya habían varias casas de cemento y hasta un parque central”.
En una lancha de su medio hermano llamada La Lobita, Alfonso se adentró en lo profundo del Bajo Caguán. “Llegamos a una vereda del núcleo 1 llamada Santo Domingo, donde estaba otra medio hermana; ambos vendían pieles de tigre (jaguar)”.
En la finca de su medio hermana lo trataron bien y se puso a trabajar sembrando frijol. “Me salió un contrato para limpiar un terreno. Me pagaron 50.000 pesos por tres jornales, algo que esa época era un dineral”.
El campesino decidió quedarse del todo en la vereda Santo Domingo. Mientras hacía algo de dinero para comprar un terreno, se puso a cultivar coca, un negocio en el que participaban todos los habitantes del Bajo Caguán.
“Aunque seguía tomando licor como guapucha, pude empezar a pagar una finca en una zona boscosa a 12 minutos del caserío principal de la vereda. Durante una época sembré coca, pero cuando llegaron las redadas del Ejército decidí abandonar esa actividad”.
Mucho bosque
El terreno donde echó raíces tenía 200 hectáreas, casi todas repletas de bosque. Como tenía que vivir de algo Alonso, tumbó el bosque de 60 hectáreas para sembrar pasto y así poder criar ganado.
“Me arrejunté con una señora, pero la relación no duró porque se cansó de mi tomadera. No tengo mujer ni hijos que me frieguen; lo único que tengo en esta vida es la finca donde tengo mi ganado y unos cultivos de pancoger”.
Como dejó mucho bosque en pie, Alonso participó en el proyecto de forestería comunitaria de la Fundación para la Conservación y Desarrollo Sostenible (FCDS), el cual busca que los campesinos cuiden y aprovechen sosteniblemente los bosques.
“Yo quiero ver mis potreros rodeados por muchos árboles frondosos. Por eso escogí trabajar en un proyecto de corredores productivos, donde además de reverdecer los pastizales voy a conectar los bosques que tengo”.
Aunque no se arrepiente de haber talado árboles, porque necesitaba vivir de algo distinto a la coca en el Bajo Caguán, Alonso reconoce que le hizo daño a la naturaleza y por eso quiere enmendar sus acciones.
“Comprendí que el futuro de todos está en cuidar las montañas. Si seguimos talando como locos vamos a acabar con los nacimientos de agua. Antes, cuando había mucho monte, todas las casas de la zona permanecían frescas; ahora, en época de verano, el calor es insoportable”.
Con 75 años recién cumplidos, el antiguo andariego quiere que sus vecinos reflexionen y participen en los proyectos ambientales y productivos que llegan al Caguán. “Ya estoy muy viejo y quiero dejarle algo a la naturaleza; como no tengo hijos, mi herencia será para ella”.
Para su corredor de bosque productivo, la FCDS le dará varios insumos y asesoría técnica constante por parte de los trabajadores de la zona que contrató la fundación. “Voy a hacer un bosque de árboles maderables y además tendré cultivos para comer”.
Si algún día le da por volver a sus épocas de andariego y vende la finca, Alonso sabe que valdrá más si tiene más hectáreas con bosque. “En mi finca hay varios pozos de agua cristalina que quiero proteger. Además, en los bosques transitan muchos tigres; le dejaré una nueva casa a estos felinos tan enigmáticos”.