En el año de 1974, el país oyó con tristeza del desastre de Quebradablanca, un sitio a pocos kilómetros de Guayabetal, en la carretera que conduce de Bogotá a Villavicencio.
Más de 300 personas murieron, producto de un alud de tierra en un talud vertical de cientos de metros que se vino sobre filas de vehículos que estaban esperando que se abriera la vía, cubierta por deslizamientos.
La época, la misma, mitad de año, con grandes lluvias, en la parte baja del invierno de medio año. La topografía, dominada por grandes paredes de montañas con una pendiente muy fuerte, y un material de suelo superficial, tremendamente inestable, con presencia de rocas sueltas producto de su origen geológico. Grandes avalanchas, en los tiempos del último deshielo, bajaron cargadas de material que se observa en la superficie de estas paredes mal talladas por la precaria carretera donde hemos transitado en el último medio siglo.
En aquellos tiempos, la vegetación mostraba enormes bosques sobre la franja derecha del río Negro, en particular desde Guayabetal hasta Villavicencio. Nadie sospechaba los fuertes cambios que se vendrían las siguientes décadas, ni mucho menos ver los tremendos incendios que cada verano toca presenciar en ese trayecto.
Poco a poco, los procesos de colonización sobre las franjas de mayor riesgo, sobre todo aquellas junto a los drenajes, zonas de mayor pendiente, o zonas de afloramientos rocosos, se fueron dando como resultado del histórico olvido del Estado frente a las necesidades de tierras apropiadas para campesinos vulnerables. Esta misma gente que hoy es la víctima fatal de la ausencia de un ordenamiento territorial serio y de la que solo nos acordamos cuando los desastres ocurren.
Los primeros túneles de esa vía se dieron a consecuencia de la tragedia de Quebradablanca, sin embargo, muchas más le esperaban al país. Hace años, en el santuario de la Virgen de Chirajara, una avalancha se vino sobre carros y gente que estaban esperando paso, por otro derrumbe.
Fue de tal magnitud que algunos de los cuerpos fueron rescatados en Acacías, a decenas de kilómetros del sitio. Ahora, túneles y un fallido puente intentan alejarse de nuevos desastres. En otra ocasión, en la Quebrada Estaqueca, muy cerca del Naranjal donde hoy lloramos, maquinaria que estaba destapando la vía y vehículos a su lado fueron barridos en un instante por otra avalancha, quedando las máquinas en la mitad del río Negro. Años atrás, un alcalde de Villavicencio murió a consecuencia de una piedra que cayó desde lo alto de la montaña y atravesó su carro.
Seguramente podríamos citar muchos incidentes más, pero creo que esto nos da una idea de casi cinco décadas continuas de terribles incidentes con centenares de muertos, además de los impactos económicos de cierres, y de lo que ha significado un modelo de concesión vial cuyos costos de peajes por kilómetro son los mayores del país, a pesar de que ha invertido importantes recursos en desarrollar un modelo de vía con grandes trayectos bajo el modelo túnel viaducto, así como zonas que han sido intervenidas para estabilizar taludes con diferentes estrategias, que si bien ha mejorado ostensiblemente la movilidad en algunos trayectos, no han logrado incidir en el principal factor de riesgo: el uso del suelo fuera del derecho de vía, que es la zona que legalmente tiene a su cargo la concesión.
Para cualquier profano es evidente que esa parte de la cuenca del río Negro entre Puente Quetame y Acacias está sufriendo un deterioro progresivo, desde sus zonas altas hacia la base del valle, evidenciado enormes cárcavas y deslizamientos, que ya no sólo están marcadas por los cuerpos de agua, sino también en las numerosas zonas donde hay potreros donde se ha cambiado su cobertura forestal original. Esto corresponde legalmente a la zona donde los municipios deben velar por el ordenamiento del suelo en función de las determinantes ambientales, y a las corporaciones ambientales, donde su función de autoridad y desarrollo sostenible se diluye en medio de las distancias, el abandono y su ineficiencia por decirlo suavemente.
Pero sumado a esta condición de un uso del suelo que cambia esta cobertura forestal, aparecen los eventos de lluvias extremas en medio de este calentamiento global imparable. Y aquí se juntan los factores que generan una sinergia fatal: uso del suelo inadecuado, geomorfología-material de suelo inestable, y lluvias extremas (intensas, periódicas, impredecibles), que dan como resultado una nueva tragedia, pero seguramente no la última.
Entonces, paso a preguntarme, ¿qué se requiere para que se financie una reconversión productiva progresiva, con los habitantes de estas montañas, que permita reducir la inestabilidad de estos paisajes? ¿Qué se requiere para generar un trabajo coordinado entre alcaldías y corporación ambiental, que permita una atención urgente al ordenamiento del uso del suelo y el ejercicio de la autoridad ambiental? ¿Qué se requiere para que se amplíe, modifique o incluya la destinación de los recursos derivados de los peajes de la concesión de Coviandina, en la estabilización y reconversión de todo el valle, que hoy afecta la principal vía de comunicación entre el oriente colombiano con Bogotá? ¿Qué se requiere para cambiar los trazados que definitivamente presentan inviabilidad de largo plazo? ¿Cuándo y cómo se incluirán los criterios de infraestructura verde –paradójicamente “adoptados” por los Ministerios de Transporte y Ambiente- a nivel de paisaje y no solo en el derecho de vía?
Muchos sitios en Colombia tienen la misma historia de esta carretera. Como vemos, no solo en temas de infraestructura, a Colombia le cuesta décadas y muchas vidas aprender, tomar decisiones y cambiar realidades dolorosas como esta. El ordenamiento del territorio no puede ser a punta de inundaciones, avalanchas, vías colapsadas, muertos, incendios, malla vial destruida, por citar algunos síntomas. Los planes de reasentamiento, cambios de uso del suelo, mitigación y adaptación al cambio climático serán una constante en lo que se viene en esta década. Ojalá, pasemos a pensar como Estado, pues muchos gobiernos tendrán que enfocar esfuerzos y recursos serios en esta materia.
¿Será posible que esta emergencia nos propicie tomar decisiones de país más sensatas, rápidas y estructurales?