Artículo por: Rodrigo Botero
Publicado en: Razón pública
Los bosques siguen desapareciendo debido a que abundan los interesados en controlar las tierras y a la inoperancia de las entidades del sector. Contrariamente a lo que se esperaba, las cosas no han cambiado tras el acuerdo de paz.
Rodrigo Botero
Muy mal ambiente
Los territorios con bosques en Colombia padecen hoy las consecuencias del conflicto por la tierra que se ha incubado en el resto del país. En materia de propiedad de la tierra, hoy tenemos uno de los índices de desigualdad (coeficiente de Gini) más elevados del mundo, de modo que los territorios sin ocupación o con menor ocupación son objeto de disputas realmente feroces.
Campesinos, indígenas, ganaderos, comerciantes, narcotraficantes, lavadores de dinero, negociantes, políticos y grupos armados ilegales, todos tienen interés en apropiarse de tierras, en particular de aquellas que son “baldíos de la Nación”, independientemente de que estén ubicadas en áreas de reserva forestal, en zonas sustraídas no tituladas, en parques nacionales o, inclusive, en resguardos indígenas.
Para completar el panorama, el Estado no tiene capacidad real para proteger estos bienes públicos, pues el sector ambiental ha sido objeto de un largo proceso de debilitamiento desde la creación del Ministerio de Ambiente, una cartera que se ha disputado el último puesto en asignación presupuestal durante décadas con la de Cultura.
Los territorios donde se concentran las zonas boscosas del país suelen tener las instituciones más débiles (y no solamente en materia ambiental): la administración de estas tierras y el uso de los bosques han sido delegados a las instituciones más pobres e ineficientes del país.
Las autoridades ambientales de estas regiones (Corporaciones Autónomas Regionales) son insuficientes para el reto que afrontan. Sus ingresos, derivados del impuesto predial de pequeñas capitales, transferencias de regalías y presupuesto nacional, son absolutamente insuficientes. El personal disponible para “copar” el territorio es mínimo y sus funciones, ya sea para la promoción del desarrollo sostenible o el control y vigilancia, no han sido desarrolladas en función del desafío que habrían de atender. Además, la injerencia de la clase política en su conformación acabó por lesionar la capacidad, idoneidad y efectividad de sus funcionarios.
Un sistema maniatado
El sistema de justicia ambiental es incipiente e insuficiente.
Foto: Parques Nacionales
Por ejemplo, el Sistema de Parques Nacionales tiene una presencia significativa en el país (casi una quinta parte del territorio continental está cobijado por esta figura), tiene funcionarios con mucha mística y ha tejido alianzas de cooperación internacional que logran mantener su tesoro más preciado: la presencia territorial. Sin embargo, este sistema enfrenta graves limitaciones de varios tipos:
- Jurídicas; imposibilidad de desarrollar zonas amortiguadoras, limitación para ejecutar políticas de tierras, etc.,
- Técnicas; dificultad para diseñar y aplicar categorías de uso directo,
- Operativas; mínima o nula capacidad para aplicar la ley, y
- Financieras; insuficiencia para invertir en actividades económicas derivadas de los servicios ambientales de los parques, empezando por el ecoturismo.
Hoy los parques están en la mira de los interesados en la deforestación, y casos emblemáticos como el Parque Tinigua se desmoronan ante nuestros ojos mientras que antiguos campesinos y nuevos ocupantes se reparten las tierras y bosques del área. Todo esto ante la mirada del Estado inoperante, que no logra entender que sin formalización de tierras en zonas amortiguadoras no habrá futuro para los Parques Nacionales. Es crítica la ausencia de instituciones encargadas del desarrollo rural integral, incluyendo el componente de formalización.
Poco cambió con la paz
Durante los períodos más álgidos de la confrontación armada en Colombia hubo una reticencia a avanzar en los procesos de titulación, estímulos financieros y desarrollo de mercados, pues se creía que la guerrilla capitalizaría políticamente cualquier acción al respecto.
Pasaron los acuerdos de paz, empezó su ejecución y no cambió nada. Muy lentamente avanzaron la formación del catastro y se reactivaron las solicitudes de adjudicación. Y además los derechos de uso del bosque no arrancan en forma.
Por eso seguimos importando jugos de frutas selváticas que abundan en Colombia, ante el rezago que ha dejado el abandono de la investigación, el desarrollo agroforestal y las cadenas económicas asociadas con los bosques nativos del país. Manejar bosques nativos y al mismo tiempo hacer de ellos un uso rentable es aún una quimera para la mayoría de nuestras comunidades.
Entre tanto el mercado informal de tierras está disparado, sin restricciones al tamaño o al uso ni obligaciones frente al erario público. Se ampara en la impunidad y en la omisión. No hay quien se sienta responsable de las tierras públicas perdidas, pues se aduce que están deforestadas, aunque jurídicamente siguen siendo del Estado. Pero esto es falso: una vez apropiadas viene la inversión de cualquier agencia gubernamental, con la cual se configuraría la confianza legítima, es decir que el ciudadano recibe una señal del Estado sobre la legitimidad de su tenencia.
Los funcionarios públicos del área en general carecen del conocimiento y la información previa sobre los límites a la inversión pública derivados del ordenamiento ambiental y, en general, del estado legal del territorio. Y muchas veces los que conocen la información la pasan por alto, pues están implicados en el negocio o necesitan crear el antecedente para legalizar inversiones propias, actuales o futuras. Por ejemplo, ¿Cuándo se pondrá fin al registro de veredas que transgreden el ordenamiento del territorio por parte de municipios y gobernaciones?
Fueron famosas algunas propuestas tramitadas por funcionarios en medio de plazas públicas de un lejano pueblo en la selva, preguntando a la gente qué quería, sin ninguna información sobre la condición legal del suelo. En busca de legitimidad, se dio otro asalto en contra del ordenamiento y de lo planteado en el Acuerdo de La Habana para buscar el cierre de la frontera agropecuaria. Todo esto ayudó a los propósitos de acaparadores que no viven de lo que produce la tierra, sino de su dominio.
Entes territoriales y planeación
En el ordenamiento territorial hallamos uno de los lunares más grandes: la planeación del uso del suelo. Este ha sido refugio de intereses particulares y muchas veces cómplice de la expansión de la frontera agropecuaria. Además las oficinas de planeación municipal de estos territorios periféricos tienen las más limitadas capacidades técnicas y operativas.
Los planes de ordenamiento se volvieron mecanismos para que los consultores hicieran su agosto en esos apartados territorios. La capacidad instalada que dejan es muy poca, y la planeación sectorial de la Nación suele llegar al territorio en último lugar. Esta situación ha hecho carrera y cada vez es mayor el rechazo local de estos planes y proyectos que llegan del centro del país, cargados de intereses y de ‘voluntarios’ que los puedan tramitar.
El caso de quien maneja información privilegiada de proyectos viales es muy representativo, pues las vías se convierten en un transformador del territorio que cambia el uso y el valor del suelo. Y hay un negocio muy importante alrededor de esta información. ¿Quién está adquiriendo, por mercado formal o informal, las tierras alrededor de los proyectos de infraestructura vial que se están planeando o construyendo en las regiones deforestadas? ¿Quién controla la legalidad de esas adquisiciones?
La aplicación de la ley
El mercado de tierras está disparado en Colombia
Foto: Agencia Nacional de Tierras
En Colombia no se han hecho muchas investigaciones sobre crímenes ambientales, y la Fiscalía ambiental es aún un proyecto en construcción. Su presencia territorial apenas se da en casos emblemáticos y, en general, parece que aún no se consolida una base de información sobre los nexos entre deforestación, apropiación de tierras, acciones y omisiones gubernamentales y operaciones de grupos ilegales en los territorios.
La Procuraduría ha sido intermitente en sus acciones y sigue mirando el árbol y olvidando el suelo. Las gestiones de la Policía y Ejército son intensas pero puntuales, cuando se dan. Entre sus funciones al parecer no existe la de perseguir los delitos ambientales. Y su capacidad de inteligencia no siempre está disponible para este tipo de delitos, a pesar de que están íntimamente relacionados con la gobernabilidad territorial y la posible reaparición de ciclos de violencia.
Todo lo anterior tiene un problema adicional: la dificultad del Estado para coordinar sus capacidades, esfuerzos y oportunidades. El descrédito y la desesperanza de la población son recurrentes en sus interacciones con el Estado, como si este fuera un ‘monstruo de mil cabezas’. Esta falta de uniformidad en el discurso y en la operación, y la disparidad de capacidades, voluntades, manejo de información y recursos, fracturan aún más la relación entre Estado y territorio. Por eso la población acaba ideando estrategias de “negociación” respecto de cada agencia, no ante el Estado en su conjunto, porque son evidentes las ventajas que le brinda la fractura institucional.
La disyuntiva entre desarrollo y conservación de los gobiernos de turno es un ejemplo de cómo los discursos y las prácticas contradictorios alimentan esta condición. Si a ello se le suma que el ejercicio de autoridad y control territorial de grupos armados es cada vez más fuerte, entendemos por qué se han perpetuado los conflictos socio-ambientales.
La debilidad estatal, la ilegalidad y la ingobernabilidad local acaban siendo el combustible para que la deforestación se mantenga en Colombia, en medio de un posacuerdo de paz que ha dado paso a una serie de conflictos asociados con las disputas territoriales en las zonas más sensibles del país.
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