El asunto del narcotráfico será una asignatura de la cual el país tendrá que tomar decisiones de largo plazo, de esas que llaman ‘política de Estado’, que nos cuesta tanto trabajo pues su crecimiento, y en particular su impacto en todas las esferas del país, es cada vez mayor.
Revisando la dinámica de deforestación en el oriente colombiano, veía como hay zonas con una actividad febril en esa materia, mostrando como en pocos años se ha logrado una transformación de grandes territorios de bosques públicos en zonas de enormes praderas, donde los árboles tumbados yacen aún en el piso. Ni siquiera su madera es usada, mientras cientos de miles de cabezas de ganado ahora pisotean y compactan los frágiles suelos de estas regiones, generando impactos no solo de deforestación sino degradación de suelos y aguas. Peor aún: hay centenares de hectáreas de bosques públicos sin poblaciones ni uso en su interior, que ahora aparecen con levantamientos catastrales, mágicamente impulsados por ‘operadores catastrales privados’, asociados con los titiriteros del negocio de la apropiación de tierras.
Cada uno de estos predios, desde los enormes con sus miles de hectáreas que aún siguen consumiendo bosque como una gran ameba gigante, hasta los más pequeños donde vive la mano de obra de los grandes patrones, están conectados hoy por una asombrosa red vial, finamente diseñada, en algunas partes bajo el bosque y en otras, la mayoría –a cielo abierto– con una precisión milimétrica de líneas rectas en cientos de kilómetros, que en sus extremos tienen maquinaria que sigue rompiendo monte y desafía cualquier capacidad del Estado para planear y ejecutar obras. Ninguno de estos centenares de kilómetros ha sido diseñados y mucho menos implementados por agencia alguna del Estado y, aún más asombroso, esta red vial ni siquiera existe en los inventarios del paquidérmico sistema vial colombiano.
Cuando se analiza el movimiento del hato ganadero hacia estas áreas, se encuentra que hay grandes áreas donde se concentra la vacunación, que claramente no corresponde a las áreas de presencia del ganado sino a zonas donde se registra, pues los vacunadores no entran a estos territorios, y la geolocalización se enmascara en medio de las decisiones del actor que maneja ese terreno. La ley de trazabilidad de la cadena ganadera encuentra aquí uno de sus más interesantes retos, que más allá de la ubicación del ganado es revisar los asuntos intestinos de una entidad como el ICA, sobre la cual recaen todas las miradas en torno al manejo de la información sobre el hato ganadero, los hierros, las vacunas, los predios, los dueños del ganado, las guías de movilización y toda la parafernalia que ha sido permeada por este enorme negocio del lavado de recursos de las economías ilícitas a través de las tierras públicas y el ganado. Sin tomar control sobre este eslabón ‘institucional’, la trazabilidad será un saludo a la bandera.
La conexión de estos largos trazados viales, en esos predios, tiene también otras lógicas más allá de repartir la torta, y es la ubicación de los dos movilizadores económicos de la región: la coca y el ganado. Cientos de camiones se ven transportando ganado desde los corrales nuevos, y pasan por pequeños caseríos, que también han aparecido en estos años de neocolonización, con servicios de todo tipo: alojamientos, alimentación, combustibles, mecánica, billares, zonas de tolerancia, servicio de llamadas (usando la red del ‘disfrazado de astronauta’), en fin, una economía que se mueve y permite prosperidad local. En medio de este reverberar, se ven cada vez más zonas de cocales nuevos, de diferentes tamaños, que van entreveradas con los lotes de ganado, especialmente en la frontera de las trochas con el monte. Se ven lotes cosechados y otros a punto pero, en general, se aprecia una dinámica que muestra que la demanda continúa creciendo y que la oferta se puede garantizar desde de allí.
En un remoto río de esta geografía veía cómo sus aguas eran surcadas por una extraña embarcación que, si bien era corta, estaba acondicionada para tener dos pisos, sobre los cuales veía yo cientos de tambores azules. Pasaba la nave al frente de enormes cocales, donde se requieren decenas de trabajadores, insumos, comida, y seguridad. Este movimiento solo es posible con la complicidad de numerosos actores, tanto gubernamentales como privados, que se nutren de esa poderosa economía que además le inyecta toda su potencia al negocio de tierras-vacas descrito más arriba. Las llamadas fuerzas de seguridad naufragan en este río de negocios que las corroen, y ni qué hablar de la ineficiencia de cuanto programa de sustitución se ha inventado en estos parajes.
El consumo de narcóticos en el mundo sigue creciendo, y la expansión de cultivos, procesamiento y tráfico se da no solo en Colombia sino en el continente. La pobreza de la intervención del Estado para transformar territorios en economías lícitas ha permitido que la población y la institucionalidad se hayan transformado y sean funcionales a este motor económico, que aparece con todas sus facetas –tanto en el plano de la bonanza económica como de la corrupción– junto con la aparición de operadores de seguridad y regulación del mercado, representada por toda la variedad de actores armados que hay en Colombia.
La pérdida de bosques, tierras, gobernabilidad, legitimidad y soberanía fronteriza, entre otros males, es el precio de un Estado que fue incapaz de transformarse ante su incapacidad de entender el colapso de sus regiones.