Por: Juan David Laverde Palma
Un equipo periodístico de Noticias Caracol recorrió durante una semana selvas y ríos del Guaviare para constatar los estragos de la depredación de los bosques. Entre 2017 y 2020 se han perdido casi 750 mil hectáreas de selva en Colombia.
Ya es un lugar común hablar sobre la deforestación en la Amazonía. Desde hace años la denuncian los ambientalistas, la documentan los investigadores, la lamentan las autoridades, la reconocen los ganaderos y la registra la prensa. Y, sin embargo, la selva cada vez es más escasa. Es lo que suele pasar con los lugares comunes: a nadie le interesan, se vuelven paisaje. Hoy casi nadie mira lo que ocurre con la selva colombiana…
Quienes hemos podido ver esto a través de los años encontramos lo mismo, o sea, la incapacidad de parte del Estado de asumir el territorio. Hace falta asumir con una mayor entereza esta problemática. Todos los temas ambientales en Colombia son temas sobre los cuales no hay un mayor esfuerzo, son temas light, digamos, lastimosamente no se ha podido asumir aún el impacto que eso tiene.
Lo dice, mortificado, Emilio Rodríguez, biólogo e investigador de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible. Su desazón aumentaría poco después, desde el aire, durante un sobrevuelo de casi 1.000 kilómetros y cinco horas al que lo acompañamos para constatar la devastación más salvaje entre la Sierra de la Macarena, la Reserva Natural Nukak y la Serranía del Chiribiquete, ubicadas entre el Meta y el Guaviare. La selva se está quedando calva…
“Deforestar es una actividad que requiere mucho dinero. Llegar a estas zonas, construir una vía, traer maquinaria, contratar personal y hacer tumbas incluso de más de 100 hectáreas, que es lo que se ha podido ver, no son acciones que hace un colono. Son acciones que hacen personas con muchos recursos que tienen como estrategia venir, deforestar, principalmente traer ganadería y empezar a generar recursos económicos de esa manera”, añade.
Aunque se ven grandes parches de cultivos ilícitos, de palma o eucalipto en los bordes del imponente río Ariari o del mítico río Guayabero, la constante del recorrido es otra: vacas y más vacas en extensos potreros perfectamente pulidos, como mesas de billar, en medio del bosque. La geometría de la infamia se diría.
Por eso Rodríguez sostiene: “No puede ser que los parques nacionales y las reservas forestales se estén transformando en hatos ganaderos, esos ganaderos sobre los que no hay mayor seguimiento. Creo que hasta hace poco se paró la propia vacunación que hacía el ICA dentro de los parques, el ICA entraba allí a hacer vacuna contra la aftosa y tenía registros, como si fuera cualquier otro predio, de vacuna de aftosa en parques nacionales”.
Es la comedia del absurdo. Nadie puede entrar a los parques nacionales para garantizar su conservación. Pero, eso sí, el Instituto Colombiano Agropecuario ha llegado a vacunar al ganado que pusieron a pastar allí los deforestadores a la sombra. Emilio Rodríguez lo dice mejor: hay Estado para vacunar vacas, pero no para evitar la tala de la selva.
La devastación
Pero si desde el aire estas imágenes laceran la vista, recorrer esa necrópolis de árboles en el terreno literalmente arrebata el aliento. Mucho más cuando se sabe que talar una hectárea, es decir, 10 mil metros cuadrados, cuesta apenas $600 mil. Las ruinas del bosque que se fue parecen gritarnos a su manera, entre maleza seca y tallos mustios, que se nos acaba el tiempo.
Durante una semana un equipo periodístico de Noticias Caracol hizo una travesía por el Guaviare, una de las regiones más afectadas por este fenómeno criminal en el último lustro. Las postales que encontramos en San José del Guaviare, El Retorno y Calamar son desoladoras.
Desde que se firmó el proceso de paz con la antigua guerrilla de las FARC se han deforestado en Colombia 745 mil hectáreas de selva. Tan solo en los seis departamentos que conforman la Amazonía, es decir en Caquetá, Putumayo, Amazonas, Guaviare, Guanía y Vaupés se han perdido 489 mil hectáreas de bosque. Y en el Guaviare 123 mil hectáreas. Este cementerio de árboles es una constancia muy cruda de la depredación ambiental en Colombia.
Para que se hagan una idea, 745 mil hectáreas de selva talada equivalen a todo el territorio de Caldas. Piense usted que, de tajo, ese departamento, antes repleto de árboles, de fauna y, sobre todo, de agua, ya no existe. De ese tamaño es esta hecatombe ambiental en el país del sagrado corazón.
“Ya el agua empieza a cotizarse en bolsa. Algo está pasando y mira la que tienes aquí, mírala: cristalina, natural, eso es lo que vamos a perder”, sentencia José Félix Montoya, coordinador del programa de Control a la Deforestación de la Amazonía de USAID, una agencia del gobierno norteamericano.
A orillas del río Itilla, que bordea el Chiribiquete, patrimonio de la humanidad, Montoya reflexiona sobre las bonanzas que han arrasado la selva desde hace un siglo.
Esta riqueza natural pasó por un exterminio indígena a través del caucho, luego vinieron las pieles que acabaron con muchos felinos, luego vino la marimba, después la coca. Ahora la ganadería. Cuando se sobreponen los intereses económicos sobre la vida humana lo que nos queda es un asunto muy complicado para poder mantener la existencia en el pulmón del mundo.
Tras el acuerdo de paz con las FARC, otras mafias se desbocaron por el control del Guaviare. Además de las disidencias de ‘Gentil Duarte’, a la región llegaron una especie de nuevos ricos que compraron veredas enteras y ordenaron talar a discreción. Ya no tumbaban cinco o diez hectáreas, como los colonos que llegaron a raspar coca en tiempos de Carlos Lehder, amo y señor de esta región hace 40 años, sino 100, 200, 300 y hasta mil hectáreas.
“Es otro tipo de colonización. Entonces este es un tema no solo ambiental, este es un tema de lavado de activos, de no pago de impuestos, de otra estructura criminal que, incluso, todavía no hemos identificado. Ya esta discusión pasa de los temas ambientales a los temas de seguridad nacional”, agrega Montoya.
El gobierno de Estados Unidos, en alianza con autoridades colombianas, está encima de los criminales que están acabando la Amazonía. El monitoreo detallado de USAID sobre lo que está ocurriendo llega a los escritorios del poder en Washington.
“Es un tema donde los temas económicos prevalecen sobre cualquier circunstancia. Pero es que la plata como llega se va, la vida no representa eso, la vida es un asunto de la estructura humana, del sentido humano, y dinero se puede hacer de muchas maneras y de forma legal, pero no ya agotando las condiciones de las selvas y tumbando la montaña que nos queda”, concluye.
La ganadería
La explosión del ganado en Guaviare es inocultable. Hace cinco años había 280 mil vacas. Hoy hay 540 mil. Y el cálculo estimado es que por cada vaca se necesita una hectárea de tierra. ¿Coinciden estos números con la deforestación ? María Elena Bogotá, secretaria técnica de la Mesa Regional de Ganadería Sostenible del Guaviare tiene su propia teoría.
“No solo la ganadería es el problema aquí, vienen otros problemas detrás, está el acaparamiento de tierras. La siembra de cultivos ilegales, por ejemplo, y esos recursos hay que empezar a moverlos. ¿Cómo lo haces?: comprando tierras y aquí se ha presentado mucha compra de grandes fincas”, dice.
Para Bogotá son el narcotráfico y sus testaferros agazapados los motores del acaparamiento de tierras en la tras escena: “Se sabe que a través de la ganadería es una manera en la cual se puede generar esos lavados de dinero, como se dice, para poder precisamente formalizar esos recursos que vienen ilegalmente”.
Aldemar Gavilán Reina, representante del Comité de Ganaderos del Guaviare, coincide con esas preocupaciones. Reitera que hay unos foráneos muy ricos que están depredando la selva a su antojo y que urge pasar a una ganadería intensiva que permita tener, al menos, tres vacas por hectárea.
“Lo que está pasando nos preocupa muchísimo porque estamos acabando con las aguas, estamos acabando con la vida en general; no encuentra uno ni animalitos en esta selva tan bonita que era hace 20, 30 o 40 años que llevo de estar en el Guaviare”, resalta.
Según él, falta mano dura del gobierno. Si el ICA sigue vacunando hasta la última vaca del último rincón de la selva recién deforestada, dice, se crea un incentivo perverso: qué importa la selva que se tumbe siempre y cuando las vacas sigan a salvo de la aftosa.
Por eso añade contundente: “Nosotros hacemos la logística de los ciclos de vacunación, pero si hay que vacunar hasta el último semoviente que esté en el último rincón y al último rincón se le da su registro, entonces automáticamente ese ganadero tiene cómo mover ganado y puede seguir deforestando”.
En defensa del agua
El agua cristalina que corre río abajo la custodian con celo Jairo Sedano Santamaría y su familia desde la reserva natural El Diamante de las Aguas, ubicada en la Serranía de La Lindosa, apenas a 8 kilómetros de distancia de San José del Guaviare. Bajo la sombra de un árbol centenario, Jairo suelta sus verdades como látigos.
La tierra no se puede multiplicar, la tierra se desbroza tanto que la ecuación va en reversa, la ecuación sigue restándonos todos los días porque nosotros odiamos todos estos árboles. Quizá el ganadero ni siquiera sabe que su vaca se ‘jarta’ 80 o 90 litros diarios. ¿Y dónde está esa agua? ¿Dónde la tiene si no la está cultivando? Dos mil o tres mil reses, multiplique eso por 80 o 90 litros que se consume una vaca
Jairo habla como un viejo sabio, curtido por la vida, pero aún sorprendido por la inmensa capacidad de nuestros políticos para defraudarnos una y otra vez. Le pregunto qué sintió cuando el Congreso hundió el Acuerdo de Escazú, un pacto internacional para proteger el medio ambiente , y me contesta atribulado: “Que el gobierno colombiano no nos quiere, que la Amazonía colombiana va a desaparecer, que este pedazo de tierra no le importa al mundo”.
¿Por qué la gente en Bogotá debería preocuparse por cada árbol que se pierde aquí?, le insisto. Su respuesta me deja estupefacto. Por lo contundente. Por lo azarosa. Por lo sencilla.
“Estamos en la llanura amazónica, en el piedemonte llanero, y allá arriba está Sumapaz. La evaporación va para arriba y se posa en los páramos y los páramos riegan esa manito de agua a Bogotá y generan ese acueducto para que los bogotanos tengan ese líquido preciado. Y jamás les hemos pedido que nos paguen la compensación ambiental porque nosotros les cuidamos el agua. Pero yo le diría a usted que con urgencia volteen la mirada al Guaviare porque les vamos a acabar el agua”.
Pese a las cuentas crudas de la deforestación en su territorio o de las construcciones urbanas que amenazan la Serranía de La Lindosa, Jairo no se rinde en su cruzada conservacionista. No hay brega perdida si la defensa del agua está de por medio. Por eso dice: “Los caminos de espinas hay que sortearlos, no todos los caminos que están limpios son buenos. El camino difícil también es bueno, maluco también es bueno”.
En esa misma línea están varios colonos que se atrevieron a contarnos sus cuitas en cámara. Maricela Silva, por ejemplo, cuenta que muchos campesinos de Calamar erradicaron la coca de sus parcelas tras el acuerdo de paz, pero que el programa PNIS de sustitución de cultivos ilícitos del gobierno les incumplió los pagos. Eso hizo que muchos vendieran sus tierras por cualquier peso a los acaparadores que están derribando los bosques del Guaviare.
“El campesino se cansa de esperar y uno come, nuestros hijos también tienen derecho a educarse, entonces al ver uno que todo se consterna, que nada prospera, pues muchas veces preferimos vender y pues lamentablemente la que paga los platos rotos es la selva”.
Juan de Jesús Calle, un colono de 72 años que llegó a esta región durante la bonanza cocalera, también tiene su propia explicación sobre lo que está ocurriendo: “Aquí la gente tumbaba muy poquito. Digamos yo tumbaba una hectárea para sembrar yuca, plátano, arroz, pero no podíamos hacer más porque la guerrilla no dejaba. Después del proceso de paz eso se acabó”.
Según él, lo que ocurrió después es que empezaron a llegar al territorio muchas personas de afuera con grandes capitales a comprar tierra muy barata en Guaviare. “Mucha gente de acá vendía la finquita, la regalaba por 10 o 15 millones de pesos. Llegó la gente de afuera, que vendía en otras partes una hectárea por 20 millones de pesos y aquí compraba 40 hectáreas, porque aquí cada hectárea vale 300 mil, 500 mil pesos. Ese fue el descalabro de la selva”.
¿Qué hacer entonces para detener este descalabro de la selva? Con la filosofía sencilla del campo, William Herney Romero dice que no hay salida distinta que conservar lo que nos queda. Mientras contempla el horizonte de bosque que todavía resiste la embestida de los deforestadores de turno, en sus ojos asoma una lágrima: “Eso es duro, porque mira uno muchas fincas grandísimas, pero como una mesa de billar. ¿Qué le estamos dejando a la gente? Pues, tristeza y miseria”.
Desde su finca El Morichal, una reserva forestal de la sociedad civil en el municipio de El Retorno, José Abimelec Torres complementa esta súplica campesina: “Si no cuidamos la selva que es la madre del agua, pues el día de mañana no vamos a tener agua y sin agua no hay vida. Entonces qué nos ganamos con dejarle una millonada a nuestros nietos si no les vamos a dejar un árbol. El dinero no se come”.
A pesar de este concierto de incertidumbres y del grito desoído de esta selva herida, el viejo José Abimelec, con guitarra en mano, sigue cantándole al país que todavía sueña. Solo falta, como dice, que lo hagamos realidad.
Sueña conmigo y haremos caminos de libertad, defenderemos la vida, un bien sobrenatural, Colombia familia unida, todos te respetarán, qué bello país soñamos, hagámoslo realidad, qué bello país soñamos, hagámoslo realidad.