En una misma semana he visto cómo hay posiciones en las que se invoca, dependiendo del sector donde se ubique, el concepto de sostenibilidad.
Para algunos, el hecho de ser minería empresarial, automáticamente, le da el grado de sostenible; para otros, el hecho de ser realizada por comunidades, ya sean campesinas, negras o indígenas, también las gradúa en esta categoría.
Ni lo uno ni lo otro. Hay grandes proyectos mineros que podrían ser ejemplo de lo que no se debe repetir en el territorio colombiano; pero igual, hay aquellos que, sin duda, pueden ser un referente de buenas prácticas, y de transición en la conflictividad.
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También hay experiencias de minería artesanal y comunitaria, que han sido destacadas por sus beneficios económicos, sociales y ambientales; como también zonas del país afectadas por la extracción de minerales por comunidades locales con enormes impactos sociales y ambientales, en medio de contextos de extrema pobreza.
Adicionalmente, hay un sector que ni es empresarial, ni comunitario, pero sí armado con grandes recursos y abiertamente ilegal; tiene una intervención de enormes impactos negativos en el territorio y pretende que su “formalización” expedita sea un camino a la mentada sostenibilidad.
Se suman a lo anterior otros factores de complejidad, el primero de ellos la zonificación ambiental, y por ende las restricciones de uso del suelo que presenta el ordenamiento territorial.
Muchas iniciativas, solicitadas bajo la ruta legal, tienen una condición de conflicto con el estatus legal del suelo (que, a propósito de esto, esta semana leí una desacertada y tremendamente lesiva expresión del director de la ANM, señalando que “toca abrir la discusión de la exploración en áreas protegidas”. Irresponsable con daños colaterales en el futuro).
De tal suerte que aún encontramos títulos mineros expedidos de manera fraudulenta en zonas con restricción absoluta, como es el caso del tristemente célebre título otorgado a la minera Cosigo Resources en el interior del Parque Nacional Yaigojé Apaporis (después de haber sido creado el parque), caso que fue llevado por la minera a una demanda internacional.
Otro elemento que pone más dificultad es la creciente sobreposición de grupos armados sobre yacimientos mineros de diferente índole, ya sea que existan previamente títulos mineros, empresas o comunidades.
En muchos casos, la correspondencia espacial entre títulos y permisos vigentes pone de presente uno de los aspectos más difíciles de esa conflictividad, y es el posible uso de las áreas de títulos, y de los instrumentos legales, para “lavar” los minerales extraídos ilegalmente de las mismas zonas.
También es cierto que, en otros casos, los grupos armados presionan por la utilización de estas áreas tituladas por parte de comunidades que están en esas zonas, algunas de ellas habiendo tenido derechos no reconocidos, lo cual es un elemento que incrementa la conflictividad de manera significativa.
Es decir, cada grupo armado también se gana el respaldo social, en la medida que presiona las áreas tituladas para comunidades que nunca tuvieron ese reconocimiento legal, pero sí tenían presencia y uso de ese recurso de manera histórica. Lo que sucede en el sur de Bolívar es un caso que ejemplifica esta situación.
En algunas zonas fronterizas, la actividad minera ilegal es una fuente importante de recursos para la financiación de grupos armados ilegales.
Adicionalmente, cada vez más, nuevos grupos aparecen disputando minerales como el oro y el coltán, entre otros, lo cual constituye una amenaza crítica contra las poblaciones que allí viven, como es el caso de pueblos indígenas y comunidades negras vulnerables.
Recursos estratégicos, como el platino, estaño, cobre, oro, tienen cada vez más presión de grupos armados, así como de grandes empresas y países, que buscan afanosamente acceder a estos minerales cada vez más importantes en el contexto mundial. La rapiña está desatada.
También se da, cada vez de manera más frecuente, el rechazo a grandes proyectos, en zonas o regiones que, si bien, pueden tener un procedimiento legal que está bajo la normatividad existente, no logran generar una expectativa positiva en algunas o en la mayoría de las poblaciones asentadas en esas regiones.
La llamada “licencia social” empieza a llenar un vacío en los procedimientos para generar un espacio donde las poblaciones expresan sus expectativas, temores, preguntas, en fin, algo que supla esa incertidumbre sobre lo que pasará en caso de que un proyecto llegue a un territorio, con los trámites legales hechos, pero, sin ese proceso de concertación local amplia previa.
Durante una década, siendo funcionario público, me sorprendió la cantidad de quejas que recibía de funcionarios de alcaldías de lejanos municipios, sobre esa sensación de no saber en qué momento les “caería” un proyecto encima.
Es decir, esta pérdida de la autonomía en la planificación del uso del suelo es un elemento que suma aún más a esta condición de hostilidad local hacia los proyectos.
La diferenciación de proyectos y trámites, entre la Agencia Nacional de Licencias Ambientales, Anla, y las Corporaciones Autónomas Regionales, hace aún mas complejo el escenario. Es muy sensible la animadversión que se percibe alrededor de estos trámites, y el prejuicio sobre la supuesta favorabilidad de las autoridades para aceptar cuanto proyecto se presenta.
Es muy probable que el asunto esté más en la forma de socialización de los trámites y procedimientos que unos y otros realizan, así como el seguimiento, monitoreo y vinculación de las veedurías comunitarias; el fortalecimiento técnico de instituciones y organizaciones sociales.
Pero obvio, también en el seguimiento y fiscalización de los procedimientos de autorización de las solicitudes de trámite, pues hay evidencia de procedimientos que han sido objeto de corrupción.
Es urgente recuperar la confianza, legitimidad y trazabilidad de los procesos de adjudicación de proyectos, y de ello dependerá una buena parte de las iniciativas que en los próximos años se dé en los proyectos mineros.
Y también, poner sobre la mesa la conversación necesaria entre Gobierno, comunidades, empresas y grupos armados en tránsito a la vida política, ojalá. De lo contrario, en lugar de ser una oportunidad para salir adelante como nación, será un enorme detonante de más violencias.