Colombia necesita consolidar su necesaria decisión de usar su biodiversidad y paralelamente adaptarse al cambio climático, en su camino al desarrollo sostenible. Para empezar, la situación de embalses de agua y racionamientos nos puso de frente la necesidad de tomar decisiones estructurales y rápidas: utilización de aguas lluvias de manera obligatoria en los nuevos proyectos urbanísticos y transición en aquellos ya construidos; utilización de pequeñas represas en microcuencas abastecedoras para zonas críticas de periferia; utilización de aguas de subsuelo; y todo lo anterior, sin desmedro de aumentar la capacidad de retención de agua de las cuencas que nutren los grandes embalses, lo cual implica propiciar los cambios de cobertura en estas áreas y, en algunos casos, compra de predios de conservación para cuencas abastecedoras.
Sin embargo, creo que uno de los hitos históricos que debemos abordar será el de la inclusión de un porcentaje de las tarifas de agua y energía de las principales ciudades del país en la protección de los bosques amazónicos, que son la principal garantía en el mantenimiento de los ‘ríos voladores’ o flujos de vapor de agua que se desprenden de la evapotranspiración de bosque y que, movidos por los vientos alisios, permiten la llegada del agua que viene del océano Atlántico hasta nuestras cordilleras y se redistribuyen en el continente. Cada colombiano, debe saber que, al abrir la llave –y más aún el sector empresarial–, está demandando servicios ambientales que lo conectan con los bosques públicos, y que esto conlleva un deber de su uso racional y la obligación de tributar por su mantenimiento.
Por el otro lado, el asunto de las contaminación, degradación y disminución de aguas dulces superficiales es asunto crítico para este y los siguientes gobiernos, pues los dos principales ríos de país siguen perdiendo su regulación a la vez que aumenta su contaminación –por los tóxicos vertimientos de los asentamientos humanos e industriales– y se degradan sus ecosistemas inmediatos, ya sean las llanuras de inundación, humedales, ciénagas y lagunas, por efecto de la agricultura intensiva, la ganadería y la tristemente famosa minería ilegal. Respecto de esta última, será urgente poner sobre la agenda de discusión con los grupos armados, de una vez por todas, los intereses efectivos de transición a la vida política plena y sin armas, en medio de la discusión por la formalización minera, que es posible en algunas zonas y con procesos de restauración paralelos –justicia restaurativa desde el mismo proceso–, pero con un compromiso definitivo para avanzar en la erradicación y sustitución definitiva de cultivos de coca, pues además de su impacto directo (las 250.000 hectáreas actuales), lo más complejo es su interacción con el negocio del oro ilegal, cuya inexistente trazabilidad y la complacencia de los países compradores la estimula. Aquí, el reto es mayúsculo, pues implica una decisión de política ambiental, minera, de paz, seguridad y política exterior, ya que además de haberse extendido hacia Perú, Brasil, Venezuela y Ecuador, el fenómeno de la compra del oro ilegal en el cercano Oriente (Emiratos Árabes, India), Europa (Suiza, Holanda) y Estados Unidos, está potenciando el fenómeno macrocriminal que deteriora las democracias de estas latitudes, a pesar de su hipócrita discurso público. Ojalá, ahora que viene la decisión sobre minerales de transición, que el país no quede atrapado entre la inmovilidad absoluta y el empoderamiento de cuanto grupo armado hay que siempre coincide con los yacimientos actuales y potenciales.
En torno a costas y mares, urge la necesidad de regular el uso y ocupación de la zona costera, de descontaminar y limpiar cientos de kilómetros inundados de plásticos y basuras derivados de vertimientos y mal manejo de basuras en estos departamentos y con el ‘moño’ del río Magdalena –sin desmedro del manejo de erosión–, que disminuye sensiblemente el potencial ecoturístico del país. Este último debe ser el eje de sostenibilidad de esta actividad, por lo que urge, además, desterrar de manera contundente la actividad de turismo sexual, depravado y abusador de menores, que también llega en esta región como sucede en ‘paisolandia’.
Finalmente, y claro que queda aún una agenda grande de otros temas, está el gran desafío de la deforestación. Se requiere un revolcón total en la maraña legal para el desarrollo de la forestería comunitaria, y en especial de la promoción de productos no maderables del bosque como alternativa productiva. No es posible que las comunidades que han perseverado en medio de la coca, del ganado, de la guerra, del oro y de los fusiles, ahora sean ahorcados por leguleyos de baja calaña que cobran tasas por aprovechamientos del bosque que no han podido realizar por el mismo motivo que las corporaciones no pueden entrar al territorio: por amenazas de los grupos armados. Es perverso, por decir lo menos, que se quiera cobrar a quien no ha empezado a cosechar frutos del bosque y, más aún, pedir licencias para criar abejas nativas sin aguijón, cuando al lado de los campesinos pasan las motosierras y ‘caterpillar’ abriendo fincas para bovinos que sólo reciben la genuflexión del funcionario público que jode al más débil. Modificación del marco legal e institucional, creación de nueva institucionalidad forestal nacional, promoción de líneas financieras, asistencia técnica, generación de empresas comunitarias, desarrollo de infraestructura de transformación local, búsqueda de mercados internacionales selectivos, son el reto inmediato de los bosques para ser alternativa viable a las comunidades campesinas que han dado el giro a su uso como alternativa productiva.
Cierro, señalando, que el año que entra será decisivo para tener aprobada la ley de trazabilidad para el ganado bovino, que permitirá cualificar el mercado nacional e internacional para esta carne, y deberá ser la guía para la zonificación nacional de la ganadería, excluyéndola de las zonas de vocación forestal del país y de la frontera agropecuaria. La legislación que cursa sobre jurisdicción agraria y derechos territoriales campesinos deberá ser una herramienta para la zonificación productiva nacional con arreglo al ordenamiento ambiental del territorio, y no se debe caer en la tentación de darle carácter ‘agrario’ a todo ecosistema que tenga procesos de uso por parte de comunidades locales. Más bien se debe buscar el desarrollo de las categorías de uso de áreas protegidas como parte del Sistema Nacional de Áreas Protegidas, que en Colombia son aún tan escasas y faltas de desarrollo en partes críticas del país.