María Eugenia Velásquez echó raíces en el Bajo Caguán porque encontró un remanso de paz y tranquilidad. En una parte de su finca, trabaja en un proyecto de bosques productivos que les heredará a sus siete hijos.
Nació y pasó toda su infancia y primeros años de la adolescencia en Puerto Leguízamo, municipio del Putumayo donde conoció ríos de aguas cristalinas, densos bosques llenos de animales y pozos con peces de todos los tamaños.
Cuando cumplió los 15 años, María Eugenia Velásquez y su única hermana cambiaron de rumbo. Miladis Vargas, su mamá, decidió empezar una nueva vida en Peñas Rojas, la vereda más apartada del núcleo 1 del Bajo Caguán y que está ubicada en tierras putumayenses.
“Peñas Rojas es la vereda del núcleo que más conserva el bosque. Además, por su lejanía y pocos habitantes, es la que menos sufrió durante el conflicto armado entre la guerrilla y el Estado. Lo que sí se vio, como en toda la zona, fue la coca”.
Aunque vivía tranquila en la finca de su mamá, un terreno repleto de selva, María Eugenia no echó raíces en el Bajo Caguán. Estuvo varios años entre Puerto Leguízamo, Carmen de Apicalá (Cundinamarca) y Melgar (Tolima), tiempo en el que llegaron sus siete hijos.
“Pero no dejé a la deriva a mi mamá. La visitaba cuando la plata me lo permitía y me quedaba con ella durante años, tres o cuatro a veces, al igual que mi hermana. En Peñas Rojas trabajaba la tierra sembrando plátano y maíz”.
Hace tres años, cuando viajó desde Melgar a las entrañas del Bajo Caguán a visitar a su mamá, María Eugenia tomó la decisión de quedarse del todo en las tierras selváticas. “Ya había comprado unas tierras en la vereda y eché raíces allí; ya estaba cansada de viajar tanto”.
Se radicó del todo con sus dos hijos menores. La más pequeña, de 12 años, empezó a estudiar en un internado indígena, y el mayor se matriculó en la escuela de otra vereda para terminar el bachillerato.
“La tranquilidad y paz de Peñas Rojas fue lo que más me motivó para quedarme del todo. Acá se vive en paz, podemos dormir con la puerta de la casa abierta y si dejamos la gasolina y el motor en el bote nadie se los roba”.
También lo hizo para que sus dos retoños más pequeños tuvieran una mejor crianza. “En Melgar pasan muchas cosas malas y por eso decidí terminar de criarlos en el Caguán. Acá no se ve violencia ni corrupción”.
Rodeada de selva
La finca que tiene en Peñas Rojas mide 150 hectáreas, de las cuales más de 110 son bosque húmedo. Las restantes las destinó para sembrar productos de pancoger y tener algunas cabezas de ganado.
“La parte que es potrero se llenó de rastrojo cuando viví en Melgar. Pero puedo decir con mucho orgullo que vivo en medio de la selva, ya que mi finca está repleta de ese verde que es habitado por muchos animales”.
María Eugenia montó un negocio en el principal caserío de la vereda, donde vendía gaseosas, mercado y cerveza. “El año pasado llegó a su fin debido a un incendio voraz que acabó con muchos negocios; desde ahí me la paso metida en mi finca sembrando”.
Su mamá, que hoy tiene 63 años y nunca ha salido del Caguán, vive en otra finca en la vereda Las Palmas, otro remanso lleno de bosque. “Mi hermana vive en Puerto Leguízamo y nos visita seguido. Las tres somos muy unidas”.
Esta campesina siempre había visto el bosque como un ecosistema aislado que no podía generarle ningún tipo de ganancia económica. “Así lo concebimos la mayoría de los campesinos y por eso a veces preferimos talarlo para meter ganado”.
Su visión empezó a cambiar en 2021, cuando la Fundación para la Conservación y Desarrollo Sostenible (FCDS) llegó al núcleo 1 del Bajo Caguán para dar marcha a un proyecto de forestería comunitaria con las familias campesinas.
“Quedé sorprendida cuando me dijeron que se podían hacer proyectos para cuidar y aprovechar sosteniblemente el bosque, como corredores con árboles y plantas de pancoger, mezclas de árboles maderables con cultivos o enriquecer el bosque”.
Árboles para el futuro
En la primera convocatoria de la FCDS, María Eugenia escogió trabajar en un proyecto de sistemas agroforestales. El objetivo era transformar uno de los potreros llenos de rastrojos que tenía en finca en un bosque productivo.
“La fundación me dio varios insumos, como una planta solar para aislar la zona del ganado con alambres que tienen electricidad, además de semillas de pancoger y árboles maderables como cedro”.
La FCDS capacitó a varias personas de las veredas del Bajo Caguán para que trabajaran en el proyecto. “Eso fue lo que más me gustó porque recibimos una asesoría constante por parte de ellos. Mi bosque productivo hoy luce muy hermoso”.
El equipo de técnicos del territorio fue el que le enseñó que se pueden hacer proyectos ambientales en zonas que fueron deforestadas o en los mismos bosques. “Aprendí por ejemplo que es posible convertir un potrero pelado en un relicto de bosque”.
A finales de 2022, cuando inició la segunda convocatoria de proyectos de bosques productivos en el Bajo Caguán, María Eugenia volvió a participar y también convenció a su mamá para que se uniera.
“Ambas creamos proyectos de sistemas agroforestales. Uno de los compromisos que firmamos es que debemos conservar los bosques que ya están constituidos en las fincas, algo que no nos cuesta porque siempre lo hemos hecho”.
Su segundo proyecto consiste en sembrar plátano, chontaduro, asaí y arazá y varios árboles maderables. “Lo que estoy haciendo con estas nuevas iniciativas es garantizarles a mis hijos un mejor futuro. Cuando los árboles maderables crezcan, ellos van a recibir ganancias económicas”.
Los expertos de la FCDS también le enseñaron que no es necesario tumbar grandes hectáreas de bosque para criar el ganado. “Podemos tener las vacas en pequeñas zonas. Acá aprendí que la ganadería extensiva es la gran enemiga del bosque”.
Sus hijos han tratado de que venda la finca y se vaya para otro pueblo a montar un negocio, pero María Eugenia no tiene la más mínima intención de salir del Caguán. “Les digo que acá vivo feliz y tranquila y que estoy haciendo bosques para ellos”.
Con los proyectos de forestería comunitaria, esta madre y abuela comprendió que no hay que ser egoístas con las futuras generaciones. “Aunque pueda que me muera y no vea ese bosque consolidado, le va a quedar a mis hijos y nietos. Ojalá ellos puedan ver esos árboles, ríos y animales que conocí de niña”.
La FCDS no es la única que le ha dado consejos ambientales. Su hija menor, por ejemplo, la regañó una vez por botar un papel al río. “Me dijo: madrecita, la próxima vez guarde ese papelito y lo bota en la basura de la casa. Creo que con las futuras generaciones tenemos futuro”.