En estos días de contrastes, leía sobre el debate generado por un proyecto de ley presentado en el Congreso colombiano, en el que, desde las huestes animalistas, se pretendía regular el uso de animales en los procesos de investigación, pretexto de evitar el maltrato animal.
Una reacción masiva de diferentes gremios de científicos, investigadores y profesionales de ciencias ambientales, desnudó las falencias del proyecto.
Desde diferentes ópticas, uno a uno, los artículos del proyecto, fueron siendo debatidos públicamente, señalando las implicaciones que este tenía, sobre la investigación, la salud pública, la información básica para la toma de decisiones, la conservación de la biodiversidad, en fin, todo un universo de dimensiones que estaban siendo afectadas con la redacción del articulado del mencionado proyecto.
Pues bien, finalmente, como consecuencia de esta avalancha de reacciones, y la disposición de su autor a establecer un diálogo más constructivo, el proyecto fue retirado. Aún estaban los gremios ambientales y de investigadores en éxtasis, inclusive con artículos internacionales que daban cuenta del exitoso fenómeno, cuando se reportó la existencia de otro proyecto, presentado aparentemente en la misma dirección del anterior, con los mismo sesgos y ausencia de información sustentada en ciencia para sus postulados.
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Lo anterior me llevó a pensar en qué es lo que hay detrás de este fenómeno. Algunos lo llaman búsqueda del “bienestar animal”, la protección de los animales “sintientes”. Nobles propósitos, sin duda, pero, con ciertos matices importantes de revisar. La explosión de políticos que incluyen el tema animalista en su perfil no es gratuita.
Veamos. El grueso de los políticos que entran al Congreso o corporaciones públicas con lemas asociados al “ambiente“, son animalistas, y esto tiene una explicación: los votantes, juiciosos, masivos, urbanos, que se mueven por temas “verdes” , están en el animalismo. Los demás no cuentan, aún.
Son mayoritariamente votantes urbanos, cuyos vínculos con lo ambiental empiezan por su relación con los animales domésticos. Su aproximación, en general, pasa por dotar de características antrópicas a las poblaciones de animales, sean estas domésticas o silvestres, y clasificar las distintas familias taxonómicas, entre “sintientes y no sintientes”.
No hay mayor reflexión de las implicaciones de la huella ecológica del “mascotismo” del siglo XXI. El asunto es que siendo una población preferentemente urbana, joven, sensible, con disciplina electoral, son un botín apetecible. Y allí, aparece el desfile de candidatos mandando la atarraya.
Es tan contrastante el asunto que antes de revisar las políticas para reducir y controlar las especies domésticas en su explosión poblacional y funestas consecuencias por su huella ecológica –por ejemplo, la relación entre deforestación y producción de alimentos concentrados para mascotas-, se enfocan en incidir en la “antropogenización” de las relaciones culturales de las poblaciones rurales, sean estas indígenas, negras o campesinas. Qué tremendo contraste, y percepciones antagónicas, entre las culturas rurales y urbanas. Un reto palpable del Acuerdo Nacional en clave ambiental.
Uno de los casos más aberrantes de su incidencia fue un reciente fallo del honorable Consejo de Estado, penalizando la pesca deportiva, la cual paradójicamente se ha convertido en una de las actividades más sostenibles ambiental y políticamente, más reivindicativa de las poblaciones inmersas en el conflicto, como una muestra de transformación política , social, económica y ambiental por la paz.
¿Qué tan lejos puede llegar la “justicia” , orientada por estas hordas animalistas en su falsa epifanía? Un viaje por los raudales del Guayabero o el Caño Mataven podría ayudar a reconsiderar estas fatales decisiones.
Pero, de otro lado, está la evidente sensibilidad que hay detrás de esta percepción sobre la animalidad. De hecho, es una manifestación palpable de cómo los grupos urbanos han construido una narrativa cada vez más fuerte, sobre la interpretación de la “naturaleza sujeto de derechos”.
Es una relación en la que no solo supone el reconocimiento de esos derechos, sino que plantea una relación de horizontalidad, sin que haya una ponderación positiva hacia las comunidades humanas. Es tremendamente importante, ver esta aproximación, pues señala un cambio cultural profundo, donde hemos pasado del antropocentrismo a una fase de transición, que aún no es ecocéntrica, a pesar de poder ir en ese rumbo.
Aún no decanto el extraordinario suceso de esta semana, pero por ahora me quedo con el importante triunfo del gremio de investigadores, que han evidenciado que es indispensable, construir legislación de la mano de la ciencia, en vez del mito. Ojalá no sea un caso aislado.
Y de otra parte, la necesidad de construir puentes entre la sensibilidad urbana expresada en el animalismo, con las necesidades de mínimos ambientales básicos para las poblaciones rurales y urbanas: acceso a la biodiverisdad y las áreas protegidas, al agua limpia, a bosques intangibles, a calidad de aire urbana, a ríos, ciénagas y costas sanos como bien público; a usos sostenibles de fauna silvestre como fuente de vida; a protección y recuperación de suelos fértiles para la producción de alimentos. Son algunos mínimos vitales ambientales a los que todo colombiano debe acceder. La discusión apenas comienza.