Casi a diario llegan imágenes de sensores remotos, evidenciando los nuevos registros de temperaturas máximas en el planeta, tanto en espacios continentales como marinos. Una cierta sensación apocalíptica se acentúa cuando se suman otros registros: el consumo de energía, consumo de no renovables, incendios, inundaciones, pérdida de bosques y biodiversidad, islas de basura marina, y cientos de indicadores más.
Haciendo un cambio de escala de análisis y revisando los datos del estado ambiental de los diferentes territorios y ecosistemas en Colombia, me encuentro con un escenario preocupante, en especial en aquellas zonas donde confluyen las violencias armadas y las zonas más sensibles ambientalmente. Al hacer combinaciones de la cartografía disponible entre ecosistemas en riesgo y sensibilidad al cambio climático, con las variables de uso del suelo y conflicto armado, encontramos señales de urgencia.
Situándonos entre La Guajira y el Alto Cesar, su vulnerabilidad al cambio climático es extrema, y las alarmas con los efectos del Niño ya han sido advertidas por el actual gobierno.
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La pérdida de bosque seco y de disponibilidad de agua superficial y un desarrollo minero con futuro incierto y pasado con sombras, impactos heterogéneos y conflictividad social, problemas de seguridad alimentaria y conflictos entre los modelos de desarrollo con las comunidades wayuu son el telón de un territorio donde los grupos armados, de origen político o no, han perdurado por décadas.
En el Catatumbo, el contraste entre sus exuberantes condiciones ambientales, y una pobreza social de larga data. Enclave cocalero, ausencia de formalidad en la tenencia para población campesina, una larga historia de impactos de la industria petrolera en los territorios indígenas, y unas regalías que no logran dejar condiciones estructurales para el desarrollo económico y social legal; tierras aptas para la agricultura intensiva, y el cada vez más frecuente desarrollo de minería de Carbón de pequeña escala en medio de la crisis cocalera.
La existencia de Parque Nacional Catatumbo, con grupos armados, territorios minados, disputas entre indígenas, campesinos, y Estado, es una muestra de cómo la biodiversidad está en medio del conflicto.
Una historia plagada de violencia, diferentes guerrillas y grupos paramilitares, y de narcotráfico, ha estado allí, evidenciando que las violencias pueden ubicarse en áreas de alta productividad, pero con inequidad a los servicios básicos del Estado y el desarrollo económico.
En el Pacífico, quien lo creyera, en medio de la biodiversidad y el agua, empieza a verse la crisis ambiental con severidad. La deforestación en Riosucio muestra una colonización que va de la mano de los flujos de migrantes y economías ilegales que trasiegan con cada ser humano que vive ese infierno.
Los incendios en Katíos tienen la huella de vías y trochas que mueven la inmundicia del conflicto. Paisajes lunares, en medio del río Quito, no solo muestran la deforestación rampante, sino la contaminación de suelos y aguas en gran escala; como si el ejemplo del Atrato no sirviera, aún con su denominación de “Sujeto de derechos”.
Grandes territorios envenenados con mercurio; tierras agrícolas de las comunidades negras, que ya no pueden ser cultivadas porque han sido “volteadas” por las máquinas y perdido su fertilidad. Se ha disminuido la productividad de los ríos y, por tanto, la seguridad alimentaria golpeada.
En medio de la arremetida de las AGC por el control de los codiciados metales, los campos minados emergen, no solo como barrera para los ejércitos, sino para la biodiversidad. Las terribles imágenes de mujeres y niños embera muertos y mutilados, deben ser fuente de inspiración para no desfallecer en poner el desminado en prioridad en las agendas de diálogo y negociación.
Fragmentación pura y dura, que se ve, desde el Chocó, al nororiente antioqueño, a San Lucas, al Perijá, al Catatumbo. De San Lucas hablamos la semana pasada, y se encuentra moribunda la propuesta de creación de un Área Nacional de Conservación, precisamente por ahogarse en medio del conflicto armado y ambiental, por paradójico que parezca. La conectividad ecológica se pierde en medio de la conectividad de las minas antipersonales y la guerra fratricida.
Hacía el Cauca y Nariño, las poderosas economías del narcotráfico modelan gran parte del paisaje. En el sur, luego de que en décadas pasadas se intentara moldear este bosque pacífico, con monocultivos de palma y la naturaleza se encargara de evidenciar su contrasentido, lo que ha venido sucediendo es un paulatino crecimiento sostenido de los cultivos de coca.
La existencia de puertos como Tumaco y Buenaventura no ha significado un jalonador económico regional, sino un botín de guerra más. Los bosques siguen perdiendo paulatinamente sus maderas finas.
Un destino turístico incomparable en el planeta se pierde en medio de la pobreza y la violencia; comunidades negras bien organizadas están asediadas por los actores armados, las economías ilegales; la discusión sobre el acceso a la minería por parte de las comunidades negras en medio de la reserva forestal y los actores ilegales es inminente. ¿Cómo conciliar desarrollo, conservación e identidades étnicas?
Hacia el Cauca, además de la coca, la marihuana es un motor económico y de violencia sin igual. Sin embargo, hay tierras fértiles, desarrollos agrícolas intensivos; las disputas de tierras entre indígenas, negros y la agricultura industrial están en su máximo nivel.
La zona caucana hacia la Amazonia es testigo de violencias entre el petróleo, los bosques y los indígenas y ahora, la recolonización armada. El macizo colombiano es solo un vago recuerdo de lo que a principios de este siglo llamábamos “el motor del agua” del país. ¿Cuál puede ser el punto de acuerdo regional de expectativas entre actores?
Y la Amazonia, cuya franja de deforestación se encuentra sobre el mosaico de áreas protegidas y resguardos indígenas más grandes y diversos del país, asiste a un proceso de transformación acelerado, de bosques hacia relictos aislados, donde la entrada de ganado masivamente en las zonas apropiadas -el verdadero negocio-, ha terminado por degradar rápidamente estos suelos, y hacer más vulnerable nuestra Amazonia a la “sabanización” en medio de los eventos climáticos extremos.
Crisis que se evidencia, por ejemplo, en la disminución de caudales de ríos que ya no son transitables en el verano. El caso del río Unilla, que ya no permite el tránsito fluvial en verano, es debido a la deforestación de la cuenca alta, en los ahora pastizales del Retorno y San José, y que ahora buscan expandirse en la vía de Calamar a Barranquillita.
O lo que sucede en el río Putumayo, a la altura de Tarapacá, ahogada en sedimentos de las dragas “colombogarimpas”, que ahora cuesta trabajo navegar en el verano. Todo esto, en el enclave de un actor armado hegemónico, que ojalá ponga sus apuestas sobre la mesa con el actual gobierno, como sucede en las veredas donde el tono suele cambiar. De la Orinoquia tendremos que hablar pronto.
¿Hay chance de trabajar en el Acuerdo Nacional por la recuperación ambiental, territorial y económica de nuestros territorios afectados por la violencia? Creo que sí, y es ahora o nunca.