Colombia está inmersa en un escenario de conflictos sociales, rurales y urbanos. En esas conflictividades han sufrido muertes, amenazas, constreñimiento, confinamiento, entre muchas más hostilidades, numerosas personas que han tratado de defender sus territorios, los recursos naturales y el patrimonio público.
Me preguntaba Juan Mayr, el exministro, cómo se había llegado al punto de incluir lo ambiental en la agenda de negociación. Esa pregunta, en el marco de la Feria Internacional de Medio Ambiente, la hacía en un panel sobre paz con la naturaleza, con un nutrido auditorio, donde había guardaparques, indígenas, magistrados, funcionarios, científicos y personas de diversos orígenes, vinculadas a la gestión ambiental.
Le señalaba a Juan que, en mi concepto, era él, quien en las negociaciones del Caguán (1998-2001), había iniciado el camino.
La coincidencia entre la zona de despeje y los cuatro Parques Naturales del Área de Manejo Especial de La Macarena fue un evento que marcó para siempre esa relación con el conflicto armado entre las Farc y el Gobierno. Con una gestión muy fuerte con las comunidades campesinas, los funcionarios de Parques quedaron en el interior de la zona de despeje, como pocas agencias más, siendo testigos y protagonistas de otra forma de gobierno, y de relación con las áreas protegidas.
Posteriormente, y a pesar de la ruptura de la negociación, los funcionarios continuaron en la zona; señalados por unos como “auxiliadores” y por otros como “infiltrados”. Funcionarios asesinados por la espalda, otros arrastrados del cabello en medio de los caseríos; amenazas y señalamientos fueron parte de esa terrible carga de proteger el bien público en zonas de guerra.
Las organizaciones campesinas también sufrieron los rigores de la guerra. Las acusaciones iban más allá; que títeres de la guerrilla, que mecanismo de captación de fondos, que combinación de formas de lucha, o, vendidos, reformistas, ilusos, cooptados, entre otros adjetivos.
En medio de ello, emergió cada vez más claramente la relación entre los derechos de las poblaciones sobre la tierra, el uso del suelo, la ocupación del territorio, y de otra parte, los derechos de todos los colombianos, a un ambiente sano, al uso de su biodiversidad, al mantenimiento de su oferta hídrica y regulación climática. Es decir, la paz ambiental, como resultado de la paz agraria.
Las propuestas de restauración de parques, de creación de reservas campesinas en sus zonas amortiguadoras, de titulación de tierras y de acuerdos de uso en su interior se convirtieron en política de una institución que a pesar de estar centrada en la “conservación”, orientaba su gestión a la inclusión de las poblaciones locales en la gestión de la biodiversidad y el reconocimiento de sus derechos. Las propuestas de la Zona de Reserva Campesina del Guejar-Cafre y Losada son una muestra concreta de ello.
Llegado el proceso de paz con el Gobierno Santos, las diferencias fueron más marcadas. El proyecto consideraba que la mayor ganancia de la paz era la disminución de atentados contra la infraestructura petrolera y el impulso de las locomotoras del desarrollo. En las Farc, lo sucedido con los bosques desaparecidos en sus zonas de colonización, el desarrollo de minería en territorios indígenas, las carreteras en medio de la selva, o las muertes y amenazas de funcionarios, eran algo justificable en su ataque al Estado.
Otros funcionarios fueron secuestrados por el ELN dentro del Parque Utría, asesinados en su casa por la gente de Hernán Giraldo, o por las Farc en el Paramillo, así como un guardaparque, cuidando osos en el Parque Nacional El Cocuy, asesinado por el ELN. En otras partes, cuidadores de loros en extinción, de cuencas, de pedazos de bosque, también murieron.
La lista continua, hasta nuestros días. Cabañas quemadas, equipos robados, amenazas a la presencia o movilización, amenazas a los proyectos, extorsiones son una constante en numerosos parques nacionales y territorios de este país, donde el Estado no puede seguir haciéndose el de la vista gorda ante tamaño desafío, así como buscar una salida diferente a la militar, que de hecho fracasó estruendosamente en el gobierno anterior, por acción y omisión.
El retorno de los funcionarios a sus territorios de trabajo, su gestión sin constreñimiento, el respeto por los recursos financieros y la participación de la población sin amenaza en la gestión ambiental, debe ser un punto de partida en la agenda ambiental de paz con todos los grupos armados que se quieran sentar a la mesa. La paz ambiental empieza por el respeto a sus defensores, es decir, las comunidades y los funcionarios dedicados a la protección del bien común: el ambiente.
En cada zona del país, ya sea de influencia de las Autodefensas Gaitanistas (AGC), Ejército de Liberación Nacional (ELN), Segunda Marquetalia (SM), Estado Mayor Central (EMC); los líderes ambientales, sean civiles o gubernamentales, deben luchar no solo dentro del marco legal para el desarrollo de sus funciones, con cada grupo, para evitar ser vulnerados, y además, lograr un nivel de incidencia en su propósito. No hay un país del mundo, con tanta complejidad para ejercer el liderazgo en la defensa ambiental como Colombia.
En medio de la proliferación de proyectos y de actividades ilegales, decenas de ambientalistas son sujetos de hostilidades permanentes. Las movilizaciones contra una u otra actividad, sea esta legal o no, son parte de la actual condición de muchos grupos ambientales, o líderes solitarios.
Esta situación llevó al Gobierno de Colombia a buscar en la ratificación de Escazú, un mecanismo para promover la protección de sus líderes, y de generar mecanismos de acceso a la información y la justicia ambiental. Es hora de implementarse y adoptarse en la política de paz.
Hoy en Colombia, hay decenas de casos en los que los activistas ambientales están en riesgo. Es necesario caracterizar en cada territorio los tipos de conflictos socioambientales, los liderazgos individuales y colectivos, tanto civiles como gubernamentales, que abordan esos conflictos y llevar sus propuestas de solución a los mecanismos de participación ciudadana existentes, así como a los mecanismos dispuestos en los procesos de diálogo y negociación política con los grupos armados.
Hay una oportunidad de movilizar las organizaciones, sus agendas, de visibilizar los conflictos y de apoyarse en los mecanismos de veeduría y monitoreo propuestos para cada escenario de diálogo y negociación política.
Hoy hay una oportunidad de acompañamiento internacional, de salir de los peligrosos anonimatos, de evidenciar toda la conflictividad ambiental del país, y llevarla hacia las propuestas de transformación territorial que ofrece el marco legal constitucional, empezando por el Plan Nacional de Desarrollo, que deber ser un impulsor de cualquier proceso de negociación política, aplicando los tres principios del Acuerdo de Escazú: acceso a la información, justicia ambiental y defensa de liderazgos.
Hoy más que nunca, el valor de la protección de los liderazgos ambientales en los territorios, estará marcando la ruta del conflicto armado y sus posibles soluciones. Cada pedazo del territorio nacional está hoy bajo diferentes formas de uso que afectan el ambiente, y de ello son responsables tanto grupos armados como actividades consideradas “legales”.
Por ello, en el marco de los Acuerdos firmados con el ELN en La Habana a inicios de junio, tiene precisamente ese sentido, ya que incluye el “Protocolo de Acciones Específicas para el cese al fuego bilateral…”, donde se define taxativamente que se hacen “con el propósito de generar condiciones para que la población civil pueda ejercer sus derechos y libertades con énfasis en los más vulnerables, entre ellos los liderazgos sociales y ambientales…”. Por la memoria de los ausentes.