- Yuli Aguirre, una caldense que llegó al Guaviare hace dos décadas, está cumpliendo uno de los mayores sueños que tienen los campesinos de este departamento amazónico: poder vivir del bosque.
- Con ayuda de su esposo y sus dos hijas le dio vida a Sabores Rupestres, un emprendimiento familiar que transforma los frutos de la selva.
- En su casa, ubicada en una vereda de San José del Guaviare, el asaí, borojó, arazá, chontaduro y copoazú se convierten en mermeladas. Algunas llevan un ingrediente extra: un picante cultivado por los indígenas.
- Primera entrega de #CrónicasDelBosque de la FCDS en el año de la #COP16Colombia, historias de las personas que lideran proyectos de forestería comunitaria.
Cuando el cielo del Guaviare aún permanece gobernado por la oscuridad, con la escasa luz de miles de estrellas regadas por el firmamento y una Luna que se niega a desaparecer, Yuli Aguirre empieza su rutina diaria.
A las 4:30 de la mañana, la alarma de un celular la despierta con un sonido agudo y repetitivo. El ruido hace ladrar a Peter, un perro criollo con pelaje carmelito que pone fin al silencio de la madrugada.
Con los ojos medio abiertos, Yuli coge rumbo hacia la cocina, el sitio favorito de su casa de madera pintada de azul celeste ubicada en la vereda Caño Dorado de San José del Guaviare. Allí prende un fogón para preparar el primer tinto del día.
Luego de vencer el sueño con la bebida caliente, esta mujer de 36 años se dirige hacia un pequeño cuarto en la parte trasera de la vivienda para bañarse a totumadas de agua fría. Allí medio se viste y regresa a su habitación.
Eleva su voz para despertar a Valerid y Samay, sus dos hijas de 14 y siete años, y las lleva al baño que también sirve como cuarto de ropas. La algarabía de las niñas acaba con el sueño profundo de Álex Pinilla, su esposo.
Mientras la familia se viste para iniciar con la rutina matutina -las niñas a estudiar en la escuela de la inspección de La Carpa y Álex a trabajar en los cultivos y ganado que tienen en la finca El Porvenir-, Yuli prepara el desayuno.
Siempre trata de hacer platos llamativos o innovadores. Esta vez experimentó con arepas de chontaduro, uno de los frutos del bosque amazónico que más le gusta. Calentó las pepas para que se aflojara la parte carnosa y luego la ralló.
“Mami, son las arepas más ricas que has hecho”, le dice Samay, una niña que sueña con ser veterinaria. “¿Me puedo llevar dos al colegio para que mis amigos las prueben?”, le preguntó la pequeña.
La casa de un piso queda solitaria hacia las seis de la mañana. Las dos niñas se van en moto a la escuela, el mismo medio de transporte que utiliza Álex para adentrarse en la finca. La matriarca de la familia los despide junto a Peter, quien no para de ladrar.
Yuli deja impecable la cocina, donde tiene más de 40 ollas, decenas de platos de varios colores y tamaños, tres licuadoras, una freidora, un nevecón, un horno de barro llamado guerrillero y muchos canastos llenos de cebolla, ajo, tomate, yuca, zanahoria y plátano.
“La cocina es mi laboratorio de experimentos. Mis últimos platos innovadores, además de las arepas de chontaduro, fueron un arroz con asaí, un fruto del bosque amazónico, con yuca borracha y un pico de gallo con fariña”.
Su pasión por la culinaria la llevó a crear su propio emprendimiento de mermeladas con varios de los frutos del bosque, como arazá, asaí, copoazú, borojó, chontaduro y seje, productos que mezcla con un ají cultivado y preparado por los indígenas del Guaviare.
“Sabores Rupestres es mi hijo más pequeño. Es un negocio familiar que nació en 2021 y el cual, con la ayuda de la FCDS, el Gobierno de Noruega y el programa Amazonia Mía, me está permitiendo cumplir el sueño de vivir del bosque, como anhelamos los campesinos de este hermoso departamento”.
Tres guacamayas, dos azules y una bandera, llegan todos los días a las nueve de la mañana a la casa de Yuli en busca de alimento. Lo encuentran en los árboles frutales o en los pedazos de fruta que les deja en la ventana de la cocina.
Mientras se deleita observando los colores intensos de las plumas de las bulliciosas aves, la mirada de Yuli se torna melancólica al recordar su pasado en La Dorada, municipio del departamento de Caldas donde nació y permaneció hasta el despertar de la adolescencia.
“Aunque casi siempre me ven con una gran sonrisa y soy una mujer feliz por la hermosa familia que tengo y el nuevo emprendimiento de frutos del bosque (mermeladas que muestro en la cuenta de Instagram de Sabores Rupestres), mi vida no ha sido nada fácil”.
De La Dorada a la selva
Yuli tiene reminiscencias agridulces de La Dorada, municipio caldense donde estuvo hasta los 16 años. Recuerda con alegría parte de su niñez, una época donde empezó a enamorarse de la cocina gracias a los platos de María Gladys Aguirre, su mamá.
“Mi mami siempre me llevaba a la plaza y al puerto, donde compraba pescados como capaz, bocachico y nicuro. En la casa también preparaba unos frijoles deliciosos; como La Dorada queda cerca de Antioquia, la bandeja paisa es tradicional”.
En la cocina de la casa, Yuli observaba con admiración a su madre preparar los manjares del río Magdalena o los frijoles con chicharrón carnudo. Sin embargo, nunca le pidió que le enseñara a cocinar.
Los momentos amargos de la infancia vienen por parte de su padre, un hombre del que prefiere no hablar mucho por la mala vida que le dio a su mamá y a los cinco hijos que procrearon, cuatro mujeres y un hombre.
“Yo digo que no tengo papá porque mi madre se encargó de criarnos sola a todos. Ella lo abandonó cuando yo era muy pequeña y con mucho esfuerzo trató de sacarnos adelante. Solo pude estudiar hasta cuarto de primaria”.
El despertar de su adolescencia no fue muy grato debido a la pobreza, violencia y explotación sexual que padecían las jóvenes y niñas del municipio, experiencias amargas que trata de no recordar.
A los 16 años, a escondidas de su mamá, Yuli tomó una decisión drástica: coger rumbo hacia el Guaviare, un departamento selvático donde pululaba la plata. “Me volé con una amiga del pueblo”.
Las dos adolescentes se subieron a una flota que las llevaría hasta la puerta de la Amazonia colombiana, un viaje de más de 582 kilómetros que, en esa época, se demoraba varios días en cualquier vehículo.
En la mitad del viaje le dio la noticia a su mamá. “La llamé y le informé que iba rumbo al Guaviare. Mi madre me dijo que regresara porque allá me iba a volver guerrillera; eso era lo que pensaba la gente del interior del país”.
Nada ni nadie la iba a detener. Yuli estaba empecinada en salir adelante y ayudarle económicamente a su mamá en las tierras guaviarenses, territorios donde se decía que todo el mundo se volvía millonario por el negocio de la coca.
Las jóvenes llegaron a La Carpa, inspección de San José del Guaviare, con el sueño de tener una mejor vida. Ese mismo día encontraron trabajo como meseras en una gallera, sitio donde también les dieron hospedaje.
La vida con la coca
La joven caldense jamás había visto un cultivo de coca y mucho menos la pasta que resulta del proceso en los laboratorios. Por eso, en La Carpa quedó sorprendida al ver que la economía solo se movía en ese mundo.
“La moneda era el gramo de coca. Así le pagaban los sueldos de los trabajadores y se compraba la mercancía en las tiendas. Recuerdo que en esa época un gramo representaba como 1.700 pesos; fue algo muy loco para mí que poco a poco aprendí a manejar”.
A los pocos meses de estar en La Carpa, Yuli quedó flechada por un joven trabajador que sí fue criado en las tierras guaviarenses: Álex Pinilla. Ambos aseguran que, cuando sus miradas se cruzaron por primera vez, nació un amor eterno.
“Definitivamente fue amor a primera vista. Nos casamos y al poco tiempo nos fuimos a vivir a la casa de la familia de Álex. Él trabajaba como raspachín, es decir que limpiaba el monte para sembrar la semilla de la coca”.
Yuli no tenía entre sus planes convertirse en ama de casa y por eso acompañaba a su esposo en las extensas jornadas de trabajo. Cuando una familia indígena de la etnia kurripaco lo contrató, la curiosidad por la cocina se le volvió a alborotar.
María Cristina, la matrona indígena, le enseñó a cocinar en fogón de leña, una técnica que desconocía porque en La Dorada su mamá preparaba los platos típicos en una estufa de gas.
“La primera vez que cociné en ese fogón quedé llena de ceniza y tizne. Mientras Álex se iba a raspar en las chagras de los indígenas, la señora me enseñaba a preparar pescados que sacaba de la laguna Gringo; ella los ponía a secar al sol y hacía platos deliciosos”.
Cómo aprendió rápido a cocinar y tenía buena sazón, Yuli se encargó de preparar el almuerzo diario para todos los raspachines que trabajaban en el predio indígena. Por su mente jamás se le pasó la idea de recibir algún pago.
“Luego de los primeros 15 días de trabajo en la cocina me dieron un pedazo de mercancía de coca mucho más grande que la de Álex. Me sentí apenada y feliz al mismo tiempo: era el primer pago tan grande que recibía”.
Aires de violencia
Durante varios años, Yuli y Álex, al igual que la mayoría de habitantes del Guaviare, vivieron del negocio de la coca. La bonanza empezó a palidecer con las fumigaciones y erradicaciones por parte del Ejército.
“Desplazaron a los raspachines y la gente tuvo que rebuscarse la vida. Mi esposo fue cotero hasta que nos salió un trabajo para ir administrar un negocio de cacharrería en Puerto Cachicamo”.
En esa inspección de San José del Guaviare se toparon con la violencia. Yuli escuchó por primera vez los tiroteos, frutos de los enfrentamientos entre el Ejército y la guerrilla de las FARC. “Era vivir una pesadilla diaria”.
La alegría de convertirse en madre por primera vez no fue completa debido a la zozobra y miedo que le generaban las balaceras. Los soldados del Ejército amenazaban a los campesinos y los tachaban de guerrilleros.
En Puerto Cachicamo, Yuli pasó por el momento más duro de su vida: la pérdida de su primera hija. Este episodio coincidió con un “cacharro”, como le dice la caldense, con varios miembros de las fuerzas armadas.
“Yo estaba recién salida del hospital sumida en una tristeza enorme por la muerte de mi bebé cuando unos soldados llegaron a la casa a sacarnos con armas por ser supuestamente de la guerrilla. Me bajaron del segundo piso casi desnuda porque me acababa de bañar”.
Álex no la pudo defender porque se había roto un pie en un partido de micro. El guaviarense asegura que los soldados estaban drogados y la emprendieron contra ellos. “Fueron al negocio a matarnos porque decían que éramos guerrilleros”.
La comunidad evitó la tragedia. Según Yuli, los vecinos se enfrentaron con el Ejército y les informaron que eran una pareja de jóvenes que solo estaba trabajando por salir adelante. “Yo quedé pasmada y en shock”.
Al denunciar lo sucedido ante la Defensoría del Pueblo, las amenazas se volvieron más certeras. Álex recibió muchas sentencias de muerte e incluso le dijeron que los iban a hacer pasar como guerrilleros, es decir falsos positivos.
La nueva vida
Cansados de la violencia en Puerto Cachicamo, los atemorizados jóvenes regresaron a La Carpa, esta vez a una finca de más de 200 hectáreas ubicada en la vereda Caño Dorado que Álex heredó de su padre, un comerciante muy conocido en San José del Guaviare.
Con el dinero que ahorraron en la cacharrería empezaron a trabajar la tierra del predio, llamado El Porvenir, para cultivar y tener ganado. También construyeron la casa de madera de un piso y pintada de azul celeste.
“Construimos el nuevo hogar desde cero. Dormíamos en tablas en un camping al aire libre, cocinaba en una cuneta al rayo del sol y traíamos baldados de agua de un nacedero que hay en el bosque de la finca”.
Los enfrentamientos, balaceras y amenazas quedaron en el pasado. Los nuevos aires de paz le dieron la bienvenida a Valerid, una niña que llenó de alegría la casa conformada por tres habitaciones y un porche con varias hamacas colgadas.
“Luego del nacimiento de Valerid me picó el bicho del estudio. Aunque ya estaba vieja, más de 22 años, yo quería aprender cosas nuevas y terminar mi primaria y bachillerato. Cafam hizo una convocatoria en La Carpa y me inscribí con Álex”.
Ambos se graduaron como bachilleres. María Gladys, la mamá de Yuli, viajó hasta el Guaviare para presenciar la entrega del diploma. “Fui la primera de sus hijos en ser bachiller, algo que me llena de orgullo”.
Los esposos continuaron trabajando en la agricultura y ganadería en la finca. En una época alcanzaron a tener hasta 150 vacas, animales que les daban la leche para elaborar los quesos y cuajadas que vendían en las veredas.
“A los pocos meses que nació Samay, nuestra hija menor, el SENA sacó un técnico de sistemas en La Carpa. Como ya es normal en mí también inscribí a Alex, pero no salimos bien preparados del curso porque solo fue teoría; en esa época no había nada de tecnología en la zona”.
Dos años después, Yuli y Álex se inscribieron en otro técnico del SENA de sistemas agropecuarios agroecológicos. Esta vez sus mentes sí se llenaron de nuevos conocimientos, como inseminar, inyectar y purgar el ganado y aprender a mejorar los cultivos de plátano, yuca y cítricos.
“En ese técnico mi vida se transformó porque me enseñaron que para cultivar no es necesario aplicar tantos químicos. La agricultura orgánica me llamó mucho la atención, al igual que el cuidado de los recursos naturales como el bosque”.
Llamado ancestral
Con la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC, el turismo de naturaleza empezó a gatear en Guaviare, un departamento que permaneció oculto al resto del país debido a la violencia y el narcotráfico.
Yuli se inscribió en una corporación que hacía ecoturismo en el Raudal del Guayabero, sitio que cuenta con rocas pintadas por los indígenas amazónicos hace más de 12.000 millones de años en las rocas.
“Retomé el tema gastronómico y poco a poco fui descubriendo que tenía habilidades para crear platos llamativos e innovadores para los turistas. Luego nos dimos cuenta que tenemos todo para hacer ecoturismo”.
El papá de Álex también le había dejado una finca en el Raudal del Guayabero, herencia que comparte con su mamá y hermana. El predio colinda con la vereda Caño Dorado y Cerro Azul, uno de los sitios más visitados por su arte rupestre.
“Nunca la habíamos visto como una oportunidad para el turismo. Cuando nos dijeron que la finca tiene paneles en roca con pinturas rupestres comprendimos que no debíamos talar bosque y dejar todo el predio para la naturaleza”, aseguró Álex.
El turismo de naturaleza comunitario es el proyecto a futuro de esta pareja de esposos. “Le estamos metiendo la ficha eso. Ya hacemos recorridos con la participación de varias personas de las veredas; es la mejor forma de fortalecer la economía de la región”.
En 2021, luego de los meses más críticos de la pandemia del coronavirus, Yuli empezó a preparar salsas con el arazá, uno de los frutos más emblemáticos del bosque amazónico. Los turistas quedaron maravillados con el sabor de la salsa en la yuca, arroz y pescado.
Cuando se inscribió en un diplomado en guianza turística, esta vez sin Álex porque el trabajo de la finca se lo impidió, esta caldense con corazón guaviarense recibió un llamado ancestral del bosque mientras recorría uno de los cerros de la zona.
Yuli descubrió el sentido del mensaje cuando unos turistas le recomendaron hacer salsas con otros frutos de la selva. “Fue una reflexión mágica que me conectó con la parte ancestral del bosque”.
Desde ese momento comenzó a experimentar con frutos como el copoazú, seje, asaí, arazá, borojó, chontaduro y cocona para hacer las salsas. “Me di cuenta que en la región desaprovechamos varios de estos frutos, en especial el borojó”.
“Como estaba muy cansada por la caminata, me senté a contemplar el paisaje. Cerré los ojos y empecé a ver muchas palmas llenas de frutos que me conducían hacia ellas. Me decían: puedes aprovecharnos sin hacernos daño”.
Sabores Rupestres
Varios conocidos de la vereda, campesinos con tupidos bosques en sus fincas, fueron los primeros que le dieron la materia prima para hacer las salsas. Algunos incluso le regalaron los frutos porque no hacen nada con ellos.
“Con una amiga que también tiene experiencia en gastronomía empezamos a recolectar los frutos por la zona. Como yo no tenía congelador en esa época, ella puso el suyo para congelar la pulpa que sacamos de los frutos; al poco tiempo compré el mío”.
Las salsas de frutos amazónicos de Yuli se volvieron famosas en la vereda y por eso la invitaron a participar en varias ferias gastronómicas de San José del Guaviare. Todos los comensales le dijeron que el sabor era exquisito.
“La hermana de Álex me dijo que tocaba darle un nombre al emprendimiento para poder vender mejor las salsas. Hicimos una lluvia de ideas en familia y a mí se me ocurrió Sabores Rupestres por la visión que tuve en el cerro lleno de pictogramas”.
El sobrino de su esposo la ayudó a diseñar el logo: el nombre del emprendimiento rodeado por varias de las figuras de los indígenas que están en las rocas. “Mandé a hacer muchas etiquetas para pegarlas en los frascos de vidrio donde van las salsas”.
En las ferias gastronómicas, Yuli llevó sus variadas salsas de los frutos del bosque y un plato típico de los indígenas amazónicos: el apui raudaleño, un pescado familiar del bagre que para ella tiene el mejor sabor de todos.
“La gente quedó muy satisfecha con el sabor que le dan las salsas al pescado. Me dijeron que mi emprendimiento es bastante bueno e innovador, palabras que me llenaron de muchas ganas para perfeccionarlo cada vez más”.
Yuli quería rendirle un homenaje a los indígenas del Guaviare en su nuevo emprendimiento, en especial a los de un resguardo que le presentaron un ají que ellos mismos siembran, cultivan y procesan.
“Les compré el ají y empecé a adicionarlo en mis salsas; el resultado fue espectacular. Con esto quiero resaltar y darles visibilidad a esas etnias que han sido olvidadas, indígenas que aprovechan los frutos del bosque y los transforman en productos saludables y sin químicos”.
Mermeladas con sabor a bosque
A finales de 2023, Yuli se enteró de una convocatoria de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS) para que más campesinos participaran en el programa de forestería comunitaria, estrategia financiada por el Gobierno de Noruega y Amazonia Mía.
“Ya conocía el trabajo de la fundación con Las Caprichosas, mujeres del corregimiento El Capricho que hacen galletas, tortas y jugos con los frutos amazónicos. Como yo estaba con mi emprendimiento de salsas, no dudé en participar en la convocatoria”.
La cita fue en el salón comunal del casco urbano de La Carpa, sitio a donde llegaron aproximadamente 50 campesinos de la zona. El reto era escoger una de las líneas de forestería comunitaria que maneja la fundación.
“Me llamaron la atención tres líneas: paisajes turísticos, abejas nativas sin aguijón y transformados con los productos no maderables del bosque. Tenía que ser un proyecto familiar y nos dijeron que podíamos tomarnos un tiempo para pensarlo”.
Al llegar a la casa, Yuli habló con Álex y sus dos hijas. Todos concluyeron que lo mejor era escoger la línea de transformación, donde ya tenían un gran avance con las salsas de los frutos amazónicos.
“En otro taller la FCDS nos ayudó a formular el proyecto. El mío fue perfeccionar y fortalecer mi emprendimiento de salsas a cambio de conservar todo el bosque virgen que tiene nuestra finca, donde hay un nacimiento de agua”.
La caldense fue la única que escogió el tema de transformados del bosque. “Ese día llevé mis salsas y a todos les gustaron, en especial las picantes. Me informaron que Viviana González, ingeniera de alimentos de la fundación, sería la encargada de asesorarme”.
Ambas se conocieron en un taller de transformación de productos del bosque liderado por Viviana. “Participamos varios emprendedores que estamos vinculados en la forestería comunitaria de la FCDS y aprendimos mucho”.
En ese encuentro cuadraron una futura visita a la casa Yuli. La ingeniera de alimentos necesitaba conocer detalladamente todos los procesos que hacía y además no tenía claro si eran salsas, jaleas o mermeladas.
La experta dejó perpleja a la nueva emprendedora cuando vio detalladamente los productos. “Luego de analizar la textura me dijo que no eran salsas sino mermeladas. Me puse nerviosa, pero la profe me calmó al asegurar que íbamos a perfeccionar el emprendimiento”.
A través de varios talleres de transformación de alimentos, Yuli ha perfeccionado las mermeladas de Sabores Rupestres. “La profe me ha enseñado muchas cosas para mejorar la calidad del producto e incluso hemos experimentado con otros frutos como coco y noni”.
Una de sus últimas creaciones fue una mermelada de arazá con albahaca, una planta aromática que Yuli siembra en su casa. “La profe Viviana fue la que me propuso esa idea. El sabor de esas mermeladas con albahaca, tanto dulces como picantes, es exquisito”.
Además de comprometerse con la FCDS a cuidar el bosque de su finca El Porvenir, Yuli destinó una hectárea del predio para sembrar árboles maderables, varias palmas y productos de pancoger.
“Todo me lo va a dar la fundación. Estoy muy contenta porque a futuro voy a poder cosechar la materia prima de mi emprendimiento. Yo no tengo palmas en mi bosque y por eso obtengo el seje, asaí y arazá de otras fincas o compro la pulpa directamente”.
Por ser parte del programa de forestería de la FCDS, Yuli también recibirá insumos de cocina para mejorar los procesos de la producción de las mermeladas. Para promocionar los productos, la emprendedora creó la cuenta de Instagram de Sabores Rupestres.
“Los invito a que visiten esta página y conozcan mis productos. Los que quieran probarlos, me pueden escribir por el interno para informarles los precios y demás detalles. Estoy segura que se van a enamorar de los frutos amazónicos”.
Todos participan
Sabores Rupestres es un emprendimiento en el que participa toda la familia. Mientras Yuli se encarga de transformar los frutos en mermeladas, Álex pone las etiquetas en los frascos de vidrio y ofrece los productos.
“Mi esposo me apoya mucho en la producción. Yo digo que es el Detodito de la familia porque me ayuda a vender, etiquetar y transportar las mermeladas cuando voy a las ferias. Él dice que son afrodisiacas y arreglan todos los matrimonios”.
Valerid y Samay están aprendiendo a preparar estos manjares con sabor y olor a bosque. Cuando sus padres viajaron a Armenia a participar en un curso de turismo sostenible en Panaca, ellas elaboraron mermeladas de borojó.
“Yo les daba las indicaciones por teléfono. Aunque hicieron un reguero en la cocina y quedaron todas untadas de borojó, las mermeladas salieron deliciosas. Ellas también se las venden a los profesores y estudiantes del colegio”.
El sueño de Yuli es que su emprendimiento crezca y así pueda darles empleo a mujeres cabeza de familia del Guaviare, un departamento donde sanó las heridas del pasado y conformó una familia que día a día la llena de orgullo.
“Quiero que Sabores Rupestres sea una empresa grande y generadora de empleo femenino. Las mujeres que participen van a ayudar a sacar adelante a sus hijos y al mismo tiempo aprenderán a cuidar el bosque”.