La desesperación que veía en algunos líderes campesinos con quienes hablé esta semana, me dejó una sensación de estar asistiendo a un punto de no retorno. No es el que se refiere a la “sabanización” de la Amazonia, sino a la pérdida de esperanza en las capacidades del Estado. A pesar de los esfuerzos para detener la deforestación, la minería ilegal o propiciar los diálogos de paz, la situación es más compleja que nunca en medio de las confrontaciones de grupos armados.
Desde Chocó hasta Guaviare hay una línea común de confrontación que está afectando gravemente la cotidianidad de las comunidades, que golpea de manera inmisericorde sus condiciones básicas de sobrevivencia: forzosamente sus hijos son reclutados, sus ingresos son tributados, sus relaciones sociales e institucionales son reguladas y el uso del suelo es cuando menos, direccionado. Al otro lado, en la orilla gubernamental, el anquilosado país institucional sigue aferrado, entre otras cosas, a un mundillo leguleyo que no entendió nunca la necesidad de transformarse. Por un lado, promovemos el uso de la biodiversidad y por el otro, se ponen todas las dificultades legales para acceder a ella y gestionarla sosteniblemente.
En el análisis con los líderes veíamos cómo, durante años, hemos avanzado en el desarrollo de minuciosos inventarios forestales, en el análisis de potencial de especies, posteriormente en la solicitud de permisos de uso para cada especie, y, finalmente, en la elaboración de planes de manejo. En el camino, gracias a la cooperación internacional, hemos apoyado a las instituciones encargadas de regular el proceso con profesionales, para que puedan dedicar tiempo y experticia a este propósito, -sus presupuestos no alcanzan para tener personal permanente en estas áreas-, también hemos fortalecido a las comunidades con profesionales para el desarrollo de inventarios, y capacitado jóvenes locales en el desarrollo de los inventarios. Claramente, el modelo es insostenible si se deja toda la carga del procedimiento a las comunidades, en vez de hacerlo desde la institucionalidad pública. ¿Cuántas comunidades en el país podrían contar con un apoyo financiero y técnico tan alto, para poder llegar a los permisos de uso del bosque? Muy pocas, tristemente.
La pregunta es ¿que se necesita para que el proceso de trámite para manejo sostenible de bosques pase a manos de la institucionalidad pública, con sus costos, tiempos y garantías técnicas, para que las comunidades organizadas asuman posteriormente el proceso de manejo, con monitoreo y verificación gubernamental, como sucede en países pequeños pero exitosos en modelos de uso forestal sostenible, como Guatemala? El centro de la discusión es cómo facilitar el tránsito al manejo forestal comunitario y no entorpecerlo. Este mensaje es de urgencia para las oficinas jurídicas del sector ambiental. Un proyecto de ley, o cualquier iniciativa, sería una buena señal.
El extremo de esta condición lo veía en el ejemplo que me daban las familias apicultoras de la iniciativa de Forestería comunitaria, quienes, habiéndose decidido para hacer uso económico de las abejas nativas sin aguijón, que además de sus bondades como polinizadoras, las propiedades medicinales y alimenticias de su miel, su no dependencia de azúcar en época de invierno, y el uso de la flora que aparece en los rastrojos que se establecen en el proceso de restauración de suelos degradados y áreas deforestadas, son un ingreso que incluye diferentes grupos etáricos que usualmente se involucran en la actividad, como los niños, jóvenes, adultos mayores, lo cual potencializa la economía familiar. Sin embargo, de nuevo, aparece el “trámite de rigor,” y hoy, cada familia debe tramitar su permiso (licencia en fase experimental), para llegar a la comercialización (como cualquier zoocriadero). Tremenda distorsión de la realidad.
Contraponiendo el ejemplo de la actividad ganadera, se tumba el bosque (sin inventarios, zonificación, ni nada parecido), se instala pasto introducido, y bovinos, exóticos por decir lo menos. Nada de permisos, plan de manejo, y ni siquiera trazabilidad para ver si el “maute” sale de zona restringida ambientalmente o no. El modelo está diseñado para permitir la transformación de bosques, la integración de especies exóticas y la desregulación en el uso del suelo. En pocas palabras, la ley es laxa a la hora de permitir la conversión de bosques en pastizales ganaderos, pero rígida a la hora de propiciar el uso sostenible y comunitario de los bosques. ¡Vaya paradoja! ¿Cuál es el temor, ignorancia o prejuicio que hay detrás de esto?
Todos los días veo anuncios sobre la COP 16 de Biodiversidad que se realizará este año en Colombia. Me parece maravilloso y una oportunidad para que se le dé una “revolcada” al vetusto y rígido marco legal colombiano, que sigue amarrado a prejuicios sobre el uso sostenible de la biodiversidad (con casos aberrantes como el de la prohibición de la pesca deportiva), o los señalados sobre usos de productos no maderables del bosque (”permisos de aprovechamiento doméstico”), que son, curiosamente, una de las puntas de la estrategia para promover la economía forestal en las zonas azotadas por la deforestación. ¡No más eufemismos, por favor!
En medio de este mundillo de tramitología, las familias en los territorios siguen aguantando el chaparrón; claro, en medio de la guerra, donde no se sabe si los hijos regresan en la tarde del colegio, o donde no se sabe si a la curva de un río aparece un “nuevo mando” con lista en mano, el caos institucional no deja de ser fuente de comentarios y risas que contrastan su tremenda angustia. Y claro, ahora que cada grupo armado se proclama defensor del territorio, y por ende de “prohibir” trabajo en terreno entre las comunidades y la institucionalidad pública, (y peor aún, cuya única entrada sea a través de organizaciones “representativas” y señaladas a dedo), se genera una necesaria reflexión en los procesos de diálogo de paz. La suspensión de las hostilidades ambientales y sociales es indispensable para dar los siguientes pasos; de lo contrario, se acaba el oxígeno para la credibilidad.